Ciento noventa y cuatro pibes muertos y un sinfín de heridas; traumas y cicatrices que no cierran hasta el día de hoy. Ya pasaron 16 años de nuestra noche más terrible. Se supone que ya somos adultos.
El cierre de un ciclo; el ocaso de una generación. Pudo haber pasado mucho antes; en Cemento, en un sótano, en una fiesta; ya sea que hubiera una banda de Rock o no. Pero ocurrió en la resaca del 2001. La codicia empresarial, la complicidad –o sociedad- del gobierno de turno, de la policía e inspectores no nacieron ese día y mucho menos murieron.
De nuestro lado, la lujuria por el vértigo, el desdén por la propia vida, eran –siguen siendo, en gran medida- parte de la diversión. Probablemente sea esto achacable a que hayamos sido la primera generación nacida y criada al calor del 𝘍𝘪𝘯 𝘥𝘦 𝘭𝘢 𝘏𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢. En nuestras pampas, catalizada por el engendro menemista; una suerte de 𝑐𝑎𝑟𝑝𝑒 𝑑𝑖𝑒𝑚 𝑓𝑖𝑠𝑢𝑟𝑎: lo único que derramaba, de arriba hacia abajo, era el consumo vacuo, la fiesta cotidiana. Ferraris allá arriba; gedención acá abajo. Merca barata. Mucha merca barata y cada vez más cortada. Y todo lo que se te ocurra hacia los cuatro costados; peor y mejor. Consumo, fiebre. No importa qué o para qué: consumir para ser o imaginar ser.
Y el Under -aquél Under- era un poco cuidarnos entre todos, sí: cuidar el espacio; no transar. De arriba, del Estado en todas sus expresiones institucionales, no esperamos nada; nunca. Ni de la cana ni de la escuela ni mucho menos de las autoridades políticas. Pero sucedía que cada vez nos cuidábamos menos y, como mencionamos, parte de la diversión siempre fue bailotear en la cornisa. Siempre encontramos la manera de correr el margen: antes y después de Cromañón.
Lo cierto es que la masacre les sirvió de excusa a los chacales para reglamentar, expulsar, poner orden; despojarnos del Under que, faltaba más: tenía la culpa de todo. Ellos no; ellos nunca. Aun cuando sobraban, abrumaban las evidencias de que podría haber sido en cualquier momento, en cualquier lugar. Pero no: fue en un recital de una por entonces ascendente banda de Rock barrial.
Nos abstendremos en este punto de proferir valoraciones estéticas o proponer una hermenéutica de aquél fenómeno ciertamente arrollador. Callejeros fue, en todo caso, un punto de llegada; la última de las bandas que pasaron del barrio y los pibes a las marquesinas y el suceso aluvional. Años antes habían sido La Renga, Viejas Locas, Los Piojos, etc…Queda para otra ocasión una valoración de aquella cultura que crecía de los márgenes hacia el centro; de los baches y la esquina hacia el coqueto Obelisco.
Significó, en lo inmediato, la imposibilidad de tocar en la Capital y la asfixia tan paulatina como constante de toda expresión cultural que pretendiera salirse de los estrechos márgenes de la rentabilidad, fraguada entre el Capital y el Estado no sólo en lo que hace al mero arqueo financiero sino, muy capilarmente, a 𝑞𝑢𝑒́ 𝑐𝑢𝑙𝑡𝑢𝑟𝑎 𝑠𝑒 𝑝𝑟𝑜𝑑𝑢𝑐𝑒 𝑦, 𝑠𝑢𝑏𝑠𝑖𝑑𝑖𝑎𝑟𝑖𝑎𝑚𝑒𝑛𝑡𝑒, 𝑞𝑢𝑒́ 𝑠𝑒 𝑐𝑜𝑛𝑠𝑢𝑚𝑒 𝑦 𝑐𝑜́𝑚𝑜.
Contra todo pronóstico, la pauta cultural del post- Ibarrismo en la Capital, bajo el ala de Tellerman –bolichero él también, dueño del refinado local de espectáculos La Trastienda- permeó, derramó, de arriba hacia abajo. Hizo un trabajo de zapa; sin prisa pero sin pausa. Macri, Larreta y todo ese vagón de cínicos ampliaron el alcance de esa pauta tilinga.
Basta una somera vueltita por el Under actual para catar a la primera prueba ese saborcito a seguridad aburrida; ese 𝑔𝑢𝑠𝑡𝑖𝑡𝑜 𝑎 𝑛𝑎𝑑𝑎. Cierto es que –parafraseando a Enrique Symns-algunos pantanos quedan en lo poco que queda de selva.
Pero pocos estarán en condiciones de sostener el debate en torno a si no era más entretenido aquél Under, polifacético, caótico y, sí, digamoslo: riesgoso.
Hoy por hoy, en general, una noche en la Ciudad tiene claramente establecidos principio, nudo y desenlace: en este sentido quedamos atrapados en la exigencia al Estado de mayor control, de que nos cuiden y tal.
𝑳𝒐 𝒄𝒊𝒆𝒓𝒕𝒐 𝒆𝒔 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐 𝒐𝒔 𝒄𝒖𝒊𝒅𝒂𝒏, 𝒑𝒆𝒓𝒐 𝒔𝒊́ 𝒅𝒊𝒔𝒆𝒏̃𝒂𝒏 𝒆𝒍 𝒄𝒐𝒓𝒓𝒂𝒍𝒊𝒕𝒐. 𝒀 𝒍𝒐 𝒅𝒆𝒇𝒊𝒆𝒏𝒅𝒆𝒏; 𝒍𝒐 𝒑𝒓𝒐𝒕𝒆𝒈𝒆𝒏 𝒚 𝒍𝒐 𝒃𝒍𝒊𝒏𝒅𝒂𝒏 𝒂 𝒑𝒖𝒓𝒂 𝒄𝒐𝒎𝒆𝒕𝒂. 𝑻𝒐𝒅𝒐 𝒄𝒂𝒎𝒃𝒊𝒂 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒂𝒅𝒂 𝒄𝒂𝒎𝒃𝒊𝒆: 𝒖𝒏𝒂 𝒄𝒐𝒔𝒎𝒆́𝒕𝒊𝒄𝒂 𝒃𝒆𝒓𝒓𝒆𝒕𝒂 𝒒𝒖𝒆 𝒏𝒐𝒔 𝒆𝒏𝒄𝒂𝒋𝒂 𝒖𝒏𝒂 𝒆𝒔𝒕𝒆́𝒕𝒊𝒄𝒂 𝒊𝒏𝒔𝒖𝒍𝒔𝒂; 𝒕𝒐𝒅𝒐, 𝒂 𝒄𝒂𝒎𝒃𝒊𝒐 𝒅𝒆 𝒍𝒂 𝒊𝒏𝒄𝒖𝒎𝒑𝒍𝒊𝒅𝒂 𝒑𝒓𝒐𝒎𝒆𝒔𝒂 𝒅𝒆 𝒍𝒂 𝒑𝒓𝒆𝒗𝒆𝒏𝒄𝒊𝒐́𝒏, 𝒆𝒍 𝒄𝒖𝒊𝒅𝒂𝒅𝒐 𝒚 𝒅𝒆𝒎𝒂́𝒔. 𝑬𝒏 𝒆𝒍 𝒎𝒆𝒋𝒐𝒓 𝒅𝒆 𝒍𝒐𝒔 𝒄𝒂𝒔𝒐𝒔, 𝒓𝒆𝒑𝒓𝒆𝒔𝒊𝒐́𝒏 𝒚 𝒅𝒆𝒔𝒊𝒅𝒊𝒂 𝒔𝒊𝒈𝒖𝒆𝒏 𝒔𝒊𝒆𝒏𝒅𝒐 𝒍𝒐 𝒖́𝒏𝒊𝒄𝒐 𝒒𝒖𝒆 𝒕𝒊𝒆𝒏𝒆 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒐𝒇𝒓𝒆𝒄𝒆𝒓 𝒆𝒍 𝑬𝒔𝒕𝒂𝒅𝒐 𝒂 𝒍𝒂𝒔 𝒊𝒏𝒒𝒖𝒊𝒆𝒕𝒖𝒅𝒆𝒔 𝒋𝒖𝒗𝒆𝒏𝒊𝒍𝒆𝒔.
No es casualidad que el fenómeno del Trap aparezca bajo el rutilante auspicio de Red Bull. Pero resulta imperdonable, para nuestra generación, que el público no se lo cuestione; que no huela algo raro en ese 𝑓𝑎𝑡𝑡𝑜.
Dieciséis años después -ya supuestos adultos todos- notamos, a grandes rasgos, lo anteriormente descripto: para ser escuetos, Cromañón hay todos los días. Los pibes con hambre, los viejos con jubilaciones siempre de mierda, la falta de camas y respiradores en los hospitales, el no tener casa o la escuela que explota. Miseria Planificada en todos sus colores y esplendor.
Seguimos a la deriva y hasta tal vez más desorientados que entonces. Lo cierto es que para colmo ya no es divertido. Inserte aquí su frase pertinente de Rock noventero; seguro encontrará miles que hagan honor a lo que pretendemos expresar.
Como este escrito es catártico, rabioso y sin ánimos de ser aprobado o conformar a nadie, no vamos a citar a ninguno de los aristas que fungieron de banda de sonido de nuestra atolondrada adolescencia. Pero los vamos a recordar con una sonrisa a todos. Incluso a los que no escuchábamos entonces ni escucharíamos hoy. Porque 𝑒𝑙 𝑠𝑎𝑏𝑜𝑟 𝑎 𝑐𝑜𝑠𝑎 𝑔𝑒𝑛𝑢𝑖𝑛𝑎 es algo que sí añoramos.
𝒀 𝒗𝒂𝒎𝒐𝒔 𝒂 𝒍𝒍𝒆𝒗𝒂𝒓, 𝒑𝒐𝒓 𝒔𝒊𝒆𝒎𝒑𝒓𝒆, 𝒆𝒍 𝒆𝒔𝒕𝒊𝒈𝒎𝒂 𝒅𝒆 𝒔𝒆𝒓 𝒍𝒂 𝒈𝒆𝒏𝒆𝒓𝒂𝒄𝒊𝒐́𝒏 𝒒𝒖𝒆 𝒄𝒉𝒐𝒄𝒐́ 𝒅𝒆 𝒇𝒓𝒆𝒏𝒕𝒆 𝒄𝒐𝒏 𝒔𝒖𝒔 𝒑𝒓𝒐𝒑𝒊𝒐𝒔 𝒇𝒖𝒏𝒅𝒂𝒎𝒆𝒏𝒕𝒐𝒔 𝒖𝒏𝒂 𝒇𝒂𝒕𝒊́𝒅𝒊𝒄𝒂 𝒚 𝒄𝒂𝒍𝒖𝒓𝒐𝒔𝒂 𝒏𝒐𝒄𝒉𝒆 𝒅𝒆 𝑫𝒊𝒄𝒊𝒆𝒎𝒃𝒓𝒆; 𝒆𝒏 𝒖𝒏 𝒑𝒂𝒊́𝒔 𝒔𝒊𝒆𝒎𝒑𝒓𝒆 𝒅𝒆𝒔𝒈𝒂𝒓𝒓𝒂𝒅𝒐 𝒚, 𝒑𝒂𝒓𝒂 𝒎𝒂́𝒔 𝒑𝒍𝒂𝒄𝒆𝒓, 𝒆𝒏 𝒎𝒆𝒅𝒊𝒐 𝒅𝒆𝒍 𝒃𝒂𝒓𝒓𝒊𝒐 𝒎𝒂́𝒔 𝒕𝒊́𝒑𝒊𝒄𝒂𝒎𝒆𝒏𝒕𝒆 𝒍𝒂𝒕𝒊𝒏𝒐𝒂𝒎𝒆𝒓𝒊𝒄𝒂𝒏𝒐 𝒅𝒆 𝒖𝒏𝒂 𝑪𝒂𝒑𝒊𝒕𝒂𝒍 𝒒𝒖𝒆 𝒔𝒊𝒆𝒎𝒑𝒓𝒆 𝒔𝒆 𝒒𝒖𝒊𝒔𝒐 𝒃𝒍𝒂𝒏𝒄𝒂, 𝒆𝒖𝒓𝒐𝒑𝒆𝒂; 𝒄𝒖𝒍𝒕𝒂 𝒚 𝒄𝒂𝒓𝒆𝒕𝒂.
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