El olor a muerte no es
precisamente
a podrido.
Es más bien
anaranjado.
Penetrante, metálico. Es agrio; con regusto dulzón.
Y todo lo inunda; y es ineludible.
Y penetra; ahoga, asfixia.
Con la particularidad de que, justamente: no mata.
Pero talla
para siempre
allá al fondo; en el inconsciente.
Cada vez que se hace presente
es unívoco:
muerte es.
Asómese si no
al cementerio allá al fondo, cerca del osario.
O a terapia intensiva; ni qué decir la
aséptica y gélida
morgue.
Viene como en andanadas; es
más bien
perfume.
No hiede, invade.
Lo vas a volver a sentir y va a
ser inconfundible.
Como la primera vez.
El mundo entero
rezuma
muerte.
Y ya
nos
acostumbramos.
Hará cosa de un año, el enfánt terrible de lo que queda de referente de izquierda; intelectual; mantenido; como gusten llamarle: ese gordo dizque nostálgico, balcánico; adorable… trazó un diagnóstico macanero –muy macanero; hilarante- sobre los entredichos que al modo de producción traía esta lenta e inexorable inundación de hedor a muerte en forma de peste.
Anunciaba, en pija, el ocaso del capitalismo a partir de la solidaridad que la pandemia suscitaría en última instancia. Y todo allá, bien lejos; en abstracto. Semiosis de tu hermana; Lacan enfiestado.
Diecinueve dólares con noventa y cinco centavos de la misma moneda
salía
un etéreo, roñoso y sanatero archivo de PDF.
De no ser por la impudicia con la que fue concebido, saludaríamos la movida publicitaria.
Zizek: más KISS que Lenin.
Y uno, sinceramente, los quiere a los dos.
A KISS y a Lenin.
Why not…?
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