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Enrique, el resignado



Enrique escuchó nuevamente el timbre del recreo y sintió un escalofrió que lo atravesó: la panza se le estrujó y tuvo que hacer un gran esfuerzo para contener las ganas de hacer caca que le daban cada vez que lo escuchaba.


Rápidamente, trató de pensar una excusa para no salir y quedarse en el aula, aunque sea un día más. Prefería mil veces eso a pasar nuevamente por la humillación cotidiana a la que lo sometían los pibes de 7°grado. Juan -el más grande, encima repetidor- y todos sus amigotes. Día a día, la misma rutina: salir al recreo y, en algún rincón del patio, siempre lo rodeaban y después de sacarle los pocos pesos que tenía para comprase un alfajor le hacían algo para humillarlo un poco más.


Algunos días, simplemente le daban algunos coscorrones y se iban riendo, pero había días en que se les iba la mano, como aquella vez que Juan le pego tan fuerte en el estómago que se quedó sin aire. Enrique estaba en primero, hacia muchísimos años; le costaba recordar desde hacía cuanto tiempo estaba en primer grado. Ya sabía leer y escribir; sin embargo, no podía entender por qué seguía todos los días ahí (y eso que estudiaba mucho). Infinidad de veces Enrique fue a contarle a la maestra lo que sucedía, y la Señorita Gladis le decía siempre lo mismo:


- Enrique, yo no veo nada de todo esto que me decís, pero ahora en el recreo voy a fijarme mejor ,a ver si pasa algo, porque en esta escuela no podemos permitir que sucedan esas cosas que me contás. Andá tranquilo que yo te cuido.


Ya a esta altura, Enrique desconfiaba de la Señorita Gladis: ella nunca se metió ni vio nada; y eso que muchas veces Juancito y sus amigotes le pegaron delante de ella. Alguna vez también trató de hablar con sus compañeritos de grado, pero estaban muy ocupados en cumplir con las tareas que le daba la seño Gladis y no lo escuchaban. Sentía que estaba solo.


Otra vez sus compañeritos salieron al recreo, y nuevamente sintió terror, sudor frio, las sienes le latían y la fea sensación en la panza. Sabía de memoria lo que se venía, le iban a sacar la plata y a lastimarlo un poco más. Solo esperaba que Juancito no se excediera mucho y le diera solamente algunos coscorrones.


Pero ese día no fue así: le sacaron la plata (nunca pero nunca, en tantos años, Enrique pudo llegar al kiosco y comprarse un alfajor), esta vez no le dieron solo coscorrones; le dieron un poco más fuerte pero ese día pasó algo tan insólito como inédito: le vino a pegar una nena. Eso jamás había pasado. Mientras le pegaban, le pareció ver a la Señorita Gladis riéndose.


A Enrique le sangraba la nariz, así que le pregunto a la Señorita Gladis si podía ir a lavarse al baño.


- Ay…Enrique… ¡vos y tus cosas! Yo no veo nada ¿te parece a vos…? Pero anda…anda y volve rápido.


En el baño, después de lavarse la cara, Enrique escucho que alguien lo llamaba: miró para una lado, miró para otro y… no lograba precisar el lugar desde donde aparecía la misteriosa voz. Otra vez le chistaron y desde el último cubículo del baño, apareció por debajo de la puerta una mano con una hoja escrita:


- Léela.


Fue lo único que dijo la misteriosa voz del último cubículo del baño. Enrique nunca pudo ver al nene del otro lado. Intuía que en esa hoja, aún sin leerla y sin saber su contenido, había algo importante.


En el transcurso de los días, Enrique fue leyendo la hoja y, para su sorpresa, notaba que nunca terminaba: cada vez que llegaba al final, aparecía otra hoja nueva con más y más cosas que él no conocía.


Así fue entendiendo que lo que le pasaba a él también le pasaba a muchos chicos: eso él nunca lo había notado. Algunas cosas empezaban a cambiar. Si bien todos los días Juancito y sus amigotes con la nena le robaban la plata y le seguían pegando, comenzó a sentir (y no entendía cómo pero imaginaba que la misteriosa hoja algo tenía que ver) que las trompadas le dolían un poco menos y para su enorme sorpresa, empezó también a sentir que se hacía un poco más fuerte. Sentía el miedo de siempre cuando escuchaba el timbre del recreo, sí… pero también sentía una extraña decisión a la hora de salir al patio.


Un día, Enrique se dio cuenta que en el patio de la escuela (nunca lo había notado) había muchos chicos, igual a él; no alcanzaba a contarlos. Eran cientos, miles que igual que el estaban sangrando, lloraban y también pudo notar que tenían miedo, mucho miedo. Incluso más que él.



Ese día, después del recreo, sin plata y golpeado como todos los días, Enrique fue a leer la misteriosa hoja que nunca terminaba y por primera vez leyó y encontró un final. No,no había más para leer: las infinitas hojas que lo acompañaron llegaron al final. Quedó desconcertado. Mientras la Señorita Gladis hablaba y hablaba en el aula, Enrique pensaba y pensaba qué había pasado, por qué ya no podía seguir leyendo y además estaba asombrado, hoy descubrió que en el patio de la escuela había miles de chicos como él.


Se acordó de algo que había leído en la misteriosa hoja que nunca terminaba, y que al principio no le había prestado mucha atención, se quedó reflexionando muchas horas, hasta el otro día, que se parecía al día anterior y así desde siempre. Pero algo cambió: a Enrique se le ocurrió una idea, y tal vez esa idea funcionara. Tenía mucho miedo, incluso más que de costumbre, sin embargo también sentía una decisión que nunca había conocido.


El timbre del recreo marcó el fatídico momento diario. Enrique no pensó esta vez poner alguna excusa para quedarse en el aula. Se levantó y fue decidido al patio. Juancito estaba ahí y lo esperaba cínicamente, sonriendo con sus amigotes.


Cuando se acercaron a robarle, Enrique misteriosamente sintió que había crecido, se sintió un gigante y le dio la más fenomenal trompada que se pudiera imaginar a Juancito, en el medio de la cara y en plena nariz. Pudo sentir cómo su puño crecía y crecía hasta dejar en el piso a Juancito, que lloraba y llamaba a los gritos a la señorita Gladis, que rápidamente fue a ayudarlo y, llena de furia, retaba a Enrique.


Enrique no escuchaba nada, porque por primera vez en todos los años que había estado en primer grado había logrado perder el miedo y se sentía enorme. Cuando miró al patio, notó que los cientos, los miles de chicos ya no sangraban e iban a buscar a la señorita Gladis para reírse de ella, porque ya no le tenían miedo.


En el patio se abrieron miles de flores, porque en los actos donde interviene el amor siempre florecen las cosas y Enrique pudo entender el enorme amor que tenían tanto él como esos otros miles de chicos como él. Ese día, Enrique pudo llegar al Kiosco y disfrutó por primera en su vida de su tan merecido (y deseado) alfajor.

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