El libro fue publicado en 1980, en plena dictadura militar. En poco tiempo, se vendieron 200 mil ejemplares, algo inaudito en la época, transformándolo en un best seller. “La novela que me cambió la vida”(1), escribe El Turco, en una nota al cumplirse 40 años de su publicación. No es para menos, del libro se hizo una película(2) y le hizo ganar el Premio Casa de Las Américas (La Habana, Cuba).
Lejos de ser un novato, ya que para esa época lleva cinco libros publicados - La manifestación (1971), Don Abdel Zalim (1972), La familia tipo, Los reventados (ambos en 1974) Y Fe de ratas (1976)- Flores Robadas fue un antes y un después para el autor. No solo por su popularidad y porque “opacó” sus futuros libros, sino por las críticas que recibió, incluso de sus pares.
Ciertamente, no era para menos: cosechó con ademán provocador rechazos tanto por izquierda como por izquierda. Situación que se repetiría, por lo demás, en diversos momentos de su biografía. Eterno depositario del recelo; por todos los wines. Talentoso, sin dudas.
Flores robadas en los Jardines de Quilmes es la historia de encuentros y desencuentros (¿o habría que ponerlo al revés?) entre Rodolfo y Samantha. Rodolfo es un poeta, un intelectual, un seductor, un atorrante, un mujeriego, un manipulador; un busca que no trepida en embocar a quien se deje embocar. Samantha, una chica de barrio, una buscadora de sueños; maestra de escuela primaria, intensa, eterna enamorada; su talante es el de la inquietud constante.
El origen de este sinuoso tanto se retrotrae a su Quilmes natal; el presente tiene lugar en Avenida Corrientes y sus adyacencias; de Callao al Obelisco. Sin embargo, es por medio de su historia que podemos observar su entorno, su contexto; no solo el familiar inmediato sino, sobre todo, el discurrir social y político. En el “origen” vemos un Quilmes más alejado de lo que queda hoy de CABA, con sus dinámicas más propias de un pueblo que de una de los principales puntos del Conurbano Sur.
En ese momento, nos relata el autor el baile de carnaval en el que se conocieron, sus primeros (des)encuentros, charlas, poesías y discusiones. Pero también vemos la ruptura generacional e ideológica de los personajes con sus familias y gran parte de su entorno. Ni Rodolfo ni Samantha son inmigrantes que vinieron (o que cayeron) a la Argentina escapando de la guerra y del hambre, del dolor y de la angustia. Básicamente, aquellos, personas de a pie, sólo quieren sobrevivir-trabajar. Éstos son, en tanto personificaciones, los hijos con las necesidades básicas más o menos satisfechas, relacionados con la política de algún modo (militancia, arte, cultura, facultad, etc.) y con la Revolución en el horizonte (de algún modo y ocupando distintos lugares). Capítulo aparte merecen los distintos trabajos de Rodolfo, que enmarcan, como al pasar, una anécdota con el gran Jorge Luis Borges.
El “presente”, en tanto, ocurre diez años después de aquel baile de carnaval; es un encuentro casual, en pleno centro porteño. El contexto es distinto, no solo porque Rodolfo formó una familia y es un escritor con cierto prestigio y reconocimiento o porque Samantha no permite que la manipulen (¿tan fácilmente?) o se vaya del país. Tampoco por los viejos compañeros, unos “jubilados” de 30 años, que descartan inmediatamente al encontrarse, sino porque algo había ocurrido: la derrota política e ideológica que significó la dictadura.
Y no nos referimos a ellos dos en particular, sino una cuestión política que los trasciende pero que les toca, de distintos modos, en tanto generación. La represión, comenzada en el tercer gobierno peronista y potenciada exponencialmente por los militares, había dejado su marca. La capacidad de pensar y hacer que la vida material sea distinta, había desaparecido. Más aún, ya no era posible ni siquiera imaginar cambiar todo lo que debía ser cambiado. La llama de la Revolución se había apagado y la esperanza de un mundo mejor, también. Se enuncia desde el desencanto, el hastío; se habita en el fango del cinismo.
En la medida en que el relato, la historia costumbrista, se recorta sobre el fondo de los horrores de la Dictadura, las torpezas y dobles morales imperantes en la militancia en general - entre cuyas diversas expresiones se desliza, sin solución de continuidad, Samantha- cabe consignar que se trata de un prematuro ajuste de cuentas del autor con su propia generación: la que puso la carne, el alma, la identidad y los sueños. La daga calza perfectamente en tanto la obra es dedicada al icónico Paco Urondo, amigo de Asís; desaparecido en 1975. Tal vez sea ese su más urticante acierto. Hasta hoy hiela la sangre en más de un pasaje.
A propósito, compartimos dos fragmentos. El atento lector identificará claramente a qué momento de los mencionados corresponde cada uno:
“- ¿Y militar? -como por joder pregunta Rodolfo, aunque sabe que nunca un porteño habla en broma. Por supuesto entonces la voz es más baja, casi un susurro, apenas más audible que un pensamiento. Porque, ante todo, uno ya es un experto en cuestiones de miniseguridad. Ojito, el temor nos alerta, el terror oculta gendarmes groseros en cualquier rincón, nos espían, hay micrófonos escondidos hasta en los pocillos de café, en los zaguanes, en las paredes, son aparatos modernísimos que detectan con fidelidad hasta el pensamiento. Tal vez por eso mismo nos dejan en libertad, porque somos unos locos sueltos, porque saben lo que, en el fondo, pensamos, que somos unos desechados, ya rezagos inofensivos, alejados totalmente de la militancia, ese buzón”.
“La lucha por la justicia, por un mundo menos sórdido, el ideal, el afán de ser útil, inscribir nuestra muesquita en el revólver de la historia, como Billy the Kid. La militancia fue un buril que marcó profundamente a mi generación; una de dos, o se militaba o no, había que estar obligatoriamente en algo y era, después de todo, lindo, decisivo, meterse. La militancia era tan lógica como el amor, o como el sol, o la comida, si se militaba -donde fuera- uno estaba quizás equivocado pero completo, participando activamente de la efervescencia de su tiempo. Y si no se militaba había que explicar por qué causas, pero había penetrado tan hondo el buril que no militar era la mejor manera de cinchar por un aspecto, por un platillo, en una atmósfera de confusión, inmadurez y días precipitados. La no militancia, entonces, tenía sabor a descuelgue, olía a individuo escupido de su época, por eso entonces los valores instaban a la actividad, al riesgo y al fuego, para ubicarse, granjearse un ambiente, aunque no tuviéramos mayor conciencia de lo que pregonábamos, y diéramos la vida, los mejores años, dolorosamente, por ellas, aunque tuviéramos poquita educación política pero el impulso bastaba, la mística cierta o inventada, el optimismo, la seguridad de ser útiles a un proyecto, aferrarnos a una esperanza, a una vaga noción de la justicia.”
Cuatro décadas han pasado desde que fueron escritas estas palabras. Nosotros, los nuevos lectores de Asís, vendríamos a ser hijos o nietos de la Derrota.
¿Qué aprendimos de todo esto? ¿Qué implica ser el derrotado?, ¿Es lo mismo ser derrotado que víctima?, ¿Quiénes fueron los vencedores?, ¿Cómo hacemos para que el aprendizaje pase de una generación a otra?, ¿Cómo nos formamos y aprendemos?
Las razones y motivos para encender la llama, sobran. Acaso más aún que en los ´60 y ´70. Interrogar esa historia, la de esta Derrota así, con mayúsculas, debería ser, entendemos, casi un imperativo moral para quienes pretendemos andar embarcándonos en la eterna digna causa. La otra es seguir opinando, de modo gratuito, en las redes sociales; buscar el carguito, la bequita; salvarnos pero eso sí: celosos vigilantes siempre; implacables con aquellos que no terminan las palabras con la vocal adecuada.
NOTAS:
1- Su nota en relación al tema: ttps://jorgeasisdigital.com/2020/06/21/la-novela-que-me-cambio-la-vida/
2-Se puede ver, pero como siempre, el libro es mejor y por mucho. https://www.youtube.com/watch?v=FChO8TZhlhk&ab_channel=RubenEmilioSanchezAllegrini
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