Un aristócrata polaco enamorado de Argentina. Nacido allá, en 1904. Vivió en nuestro país unos 24 años y sigue siendo uno de los secretos mejor guardados de la literatura universal.
Enamorado, decíamos: no de Buenos Aires. También de Buenos Aires; pero no. Enamorado de Argentina.
Síntoma, acaso, de aquello que siempre buscó, precisamente, eludiendo. Amó profundamente a este país y su carácter nacional por ser, de chiripa, algo caro a su inquietud; su resquemor; su estúpida y quimérica fuga.
El Diario Argentino (1968) de Witold Gombrowicz, es la constatación tardía de un síndrome que nuestro héroe arrastraba desde Fredydurke (1937). Síntoma de una persistencia, que era síntoma: la obsesión de escaparle, justamente, a la forma.
De rajarle a las mustias formas de una aristocracia en decadencia como la que lo acunó a rajarle, luego, a las nuevas rigideces que el bolchevismo expropiador venía a imponer a los enemigos del pueblo, hijo y nieto de los cuales le tocó ser a quien nos ocupa.
Fredydurke es un relato atolondrado, adolescente, forjado por un adulto que no quería fundirse con su sino. Es un apilamiento de dislates y herejías para con la lengua que tiene lugar, tan de contrabando como ocupando a empellones la centralidad, en el marco de un relato costumbrista de la bucólica Polonia; siempre campesina, amesetada. Estricta.
Esa Patria tan tibia como desinteresada. Como ese amor incondicional de madre de principios del siglo XX; de esa gélida y hostil crianza entre enormes murallones de colegio plagado de pillos. De azotes cariñosos; de juegos peligrosos. De esas infancias que no se problematizaban hasta el hartazgo, como hacen ahora, que se producen en serie hijos tarados; tan insensibles como inermes. Indefensos, al fin. Impávidos: absortos ante la consecuencia de sus actos. Hasta en la adultez. Gombrowicz peleó toda su vida por no perder esa sensibilidad de niño. Y se lo agradecemos.
Lo notable es que el autor arrastra esa pesadumbre –esa negación a crecer; esa sana y jovial y cándida y tierna resistencia- al lugar al cual cae, aparentemente, por casualidad. Sin saber muy bien por qué. Y ahí, en el trote de Gombrowicz por las pampas, encontramos lo alucinante de aquella persistencia.
En su periplo sudaca, nuestro héroe descubre un encarne común –de comunidad- para con esa pesadumbre: encuentra esa cosa caprichosamente sin forma, inasible, siempre esquiva - ácrata sin causa, desfachatada- en eso que hemos convenido en denominar la argentinidad.
Anzuelo para zurdos: el autor relata encuentros y conversaciones, en Santiago del Estero, con Mario Roberto Santucho…antes de que fuese Santucho. Spoiler alert N° 1: se mofa. Y, al leerlo, gusta. Gusta que se mofe de nuestro prócer proletario, sí.
Huye despavorido de los círculos doctos; de las Ocampos y contertulios. Traba sincera amistad con ignotos pibitos de tierra adentro. Autores no publicados –tal vez nunca publicados, ni entonces ni ahora- de Tandil, por ejemplo. Vibrar con esa juventud no-consagrada; reptar por el Under antes de que la noción de Under existiese siquiera.
El ánimo lúdico del autor es lo que, antes que derribar, disuelve. Uno se reencuentra franca y fraternalmente con su Yo más genuino, con la única Patria común a todos: la infancia.
Se recomienda entrarle primero a Fredydurke y seguir con el Diario. Pero hagan lo que quieran. Así lo hubiera querido el buen Witoldo.
Nos encanta preguntarnos estupideces que abrevan en lo contrafáctico; a saber: “¿qué hubiera pasado si Gombrowicz se cruzaba con Arlt?”
Spoiler Alert N° 2: el tipo se despedía conmocionado y recomendaba, en ese acto, que matemos a Borges.
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