Unos despintados baldosones reciben los pies de la clientela. A la derecha, amarillos almanaques del IPCVA hacen un titánico esfuerzo por no volverse parte de la pared. Más abajo, unas bolsitas de carbón coexisten junto a bidones de agua en unos nobles estantes de fierro. Una y mil veces borrado y escrito con tiza, cual Sísifo, allá, el cartel de precios. Sin dar respiro a la pared continúa un póster de San Cayetano que reza lacónicamente “Pan y Trabajo”. A la izquierda, fundidos a una columna, estantes de fórmica marrón exhiben un carnavalesco cambalache de objetos, talismanes, cosas, cositas, fotos, estampitas, paquetes de yerba de Boca, fotos de algún niño, trofeos de fútbol, tierra, cian, marrón, amarillo. En uno de esos soportes, una televisión de tubo emite sus rayos catódicos desde tiempos precámbricos sin interrupción. En el centro del bodegón se yergue, inerme, el monstruoso mostrador heladera: frontera líquida, portal de intercambio de una inenarrable variedad de cortes. Tras éste, finalmente, Carlitos, cuchilla en mano, espera a sus circunstanciales huéspedes.
- ¿Cómo le va Don Francisco?, ¿Qué anda buscando? - inquirió Carlitos al recién llegado.
-Bien, podrido de estar encerrado… quería un kilo de nalga para milanesas, finitas por favor- soltó Don Francisco.
El orfebre puso manos a la obra al instante. Con oriental precisión en el manejo de su herramienta, afiló y empezó a cortar mansamente. Mientras tanto, el viejo televisor dejaba entrever al Presidente y el título de “Urgente”.
- ¿y ahora qué pasó? - bramó el visitante.
-Parece que le vamos a comprar las vacunas a la Universidad de Oxford y que, además, las vamos a producir acá. La verdad que es un alivio- resopla el cirujano mientras extirpa una lonja de grasa.
Don Francisco fija su mirada en las cortinas de hule del fondo del local. Intenta contener el arrebato de mil huracanes que le van subiendo desde sus entrañas hacia su corazón y de ahí hacia su boca. Hijo de padre italiano y madre entrerriana, el Viejo Francisco no era de pensar las cosas dos veces antes de decirlas. Hosco, huraño y mal llevado, solía cagarse a piñas con peligrosa facilidad aún con sus setentaysecretos años. Pero esta vez la lucha era consigo mismo. La figura de San Cayetano fue un fiel testigo del infructuoso intento de Don Francisco por amordazar su propia lengua. Un calor fulgurante lo invadía con ansias de no replegarse, momento en que los vientos de Marte apuraron el final del round. El viejo sacó la punta de la lengua para mojar su labio superior y comenzó la embestida:
-Mire Carlitos, yo esa vacuna no me la pienso dar. Esos piratas desgraciados nos mataron 649 soldados que defendían suelo argentino, se la pasaron toda su historia invadiendo, colonizando y matando a cuánto pueblo se le puso enfrente. Encima éste-señalando con el índice al televisor- en un claro acto de Traición a la Patria va y ¡le entrega el culo a una universidad del país que le ocupa parte del territorio! Se cagó en todos nuestros muertos, desde los de las Invasiones Inglesas hasta los de Malvinas ¿Hay forma de ser más cagón y antipatria? Discúlpeme, pero prefiero morirme ahogado en mi propia mierda antes que meterme en el cuerpo una vacuna desarrollada en el Imperio Británico porque ¿sabe?, todo lo que entra en el cuerpo pasa a formar parte de uno y después no se va más.
Mientras Don Francisco largaba su metralla, Carlitos cortaba la carne hasta que no pudo seguir. Soltó el cuchillo, apoyó las dos manos sobre el mostrador y absorbió todo el fuego de la irascible oralidad de su cliente. Pensó qué decir, qué agregar, pero las palabras no fluían.
-y… qué quiere que le diga, así son los que nos gobiernan. Éste, el amarillo anterior y los de todos los colores.
Sus manos volvieron a obrar, mientras el rostro de Don Francisco dejaba traslucir un color rojizo violáceo en sus mediterráneos cachetes. Sus gruesas cejas, su mirada punzante clavada allá en el fondo coronaban su robusto metronoventa. Toda su humanidad expresaba la bronca que intentó poner en palabras cuando la voz de Carlitos lo trae de nuevo al milenario ritual del intercambio comercial.
- Kilito cien, ¿está bien? - preguntó Carlitos.
Conciso, Don Francisco emitió un -Sí, perfecto-.
Mirando la balanza el carnicero le dice -Serían seiscientos pesos-.
Don Francisco, hombre previsor, lleva siempre un billete de cada color, porque le gusta pagar justo y no traerse cambio. Acerca su mano al umbral de traspaso llamado mostrador y en santificado acto, va el dinero en cifra exacta y viene la bolsita con carne.
- Hasta luego, ¡que siga bien! - rezó el carnicero.
- Igualmente- devolvió el cliente, dándose la vuelta y abandonando lentamente el escenario hacia la puerta que lo conecta con el barrio de Flores.
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