En el patio de una vieja casa chorizo del barrio de Flores, resiste, burlando las leyes del tiempo, una monumental parra que le roba la luz solar a unas anaranjadas baldosas. Entre dichas baldosas y la parra, una sombra dulce, con olor a eterno verano, envuelve la atmósfera de un primaveral atardecer.
Tan eterno y robusto como la parra, Don José lleva a cabo la sacra liturgia de la mateada vespertina. De estricta camisa blanca, pantalón de vestir gris y unos lustrados zapatos de cuero, el Viejo José descansa su espalda sobre el tronco principal, el cual se eleva desembocando en un frondoso discurrir de ramas. La tiznada pava en una mano, el mate en la otra y sus pensamientos volando más arriba que el cielo.
Le gusta ese ritual. Para él, es como una forma de acompañar al día que se va apagando. Generalmente pone la radio, bajita, casi inaudible y de vez en cuando, gracias a ella, dispara una retahíla de improperios al aire, de repente, sin avisar, cómo vómito de borracho. Se enojaba fácil Don José, sobre todo cuando escuchaba la radio. Su frase favorita era: -esto se va irremediablemente al carajo-. Pero en aquella tarde en particular, la fuente de su enojo estaba en silencio. Y él tarareaba…
- aaarrabal amargo, metido en mi viiiida, como la condena de una maldicioooon...-.
Lejos, en otro tiempo, Pablo azota con fuerza la puerta de chapa. Como le pasa siempre sin importar a dónde tenga que irse, Pablo está llegando tarde. Revisa sus bolsillos por cuarta vez refutando el olvido de la billetera, las llaves y el celular. Pega media vuelta y sus acelerados pasos lo llevan hacia la sombra que proyecta la vieja parra. De refilón, como quién otea un poste en la ruta, ve al Viejo José, apoyando la pava en el piso.
- ¿A dónde va tan apuráu?- inquirió Don José visiblemente alterado por el portazo de Pablo.
- Llego tarde al psicólogo- esputó Pablo, ralentizando la marcha.
- ¿Psi-cólogo?, ¿usté sabe qué es el estaño?- devolvió el Don José. Y sin darle tiempo a Pablo, quién ya había mordido el anzuelo, prosiguió con corrosiva música en su voz:
- el estaño era dónde uno apoyaba los brazos cansados de laburar todo el día y se tomaba un trago antes de llegar a casa. Caña, whisky, un fernecito con soda, lo que sea. Pero el estaño era mucho más que la barra de un bar, como le dicen ustedes ahora. Era el lugar donde uno dejaba todo lo que le pesaba, era una descarga. Uno descargaba todos sus quilombos con otro, le contaba todos sus problemas a un desconocido y uno también escuchaba lo que el otro, bebida mediante, tenía pá decir. Entonces uno se sentaba, hablaba y la charla podía estirarse más de lo que debía pero se volvía a su casa livianito y medio mariáu, ¿me entiende?. Había quienes iban siempre y había otros que iban una vez y no aparecían más. Pero lo importante ya estaba hecho: le contaste tus problemas a otro que terminó su bebida y enfiló pá la puerta…
En ese momento, Pablo osa interrumpirlo:
- Yo le cuento los problemas a mis amigos por Whatsapp pero a veces no me alcanza, por eso voy al psicólogo-.
- Ese es el tema de esta época- lo cortó en seco Don José, -uno se aleja de sus amigos, pero ese teléfono de mierda te hace creer que los tenés cerca. Va a llegar un momento en que uno se va a quedar en casa, sólo y aislado, y cosos como los celulares van a hacer la vida social por uno. Esas porquerías han venido al mundo pá sacarle a uno lo más lindo de la vida, que es compartir el tiempo con otro. Y no con fotitos, sino fabricando momentos que sólo van a parar a la cabeza y la memoria. Fijate que ya no existen más los bares con estaño, y los pocos que hay están invadidos de yanquis sacándose fotos. Por suerte yo viví esa época, y déjeme decirle que nunca tuve que ir al psicólogo, porque mis psicólogos eran los que se sentaban al lado mío una o dos horas por día en el bar de Cacho, acá a la vuelta.-
Pablo buscó la manera, pero no pudo. Estaba atrapado. Pero esa sensación prístina de presa, fue transfigurándose en curiosidad y necesidad, sumado a que ya no llegaba a la sesión de psicología. El celular vibraba… – seguramente es el psicólogo-, pensó. Lo pone en modo avión y lo devuelve al bolsillo del pantalón.
- ¿tiene unos minutos más?-, le pregunta tímidamente al Viejo José.
- la pava ya se me vació, pero si se anima a una caña, le hago de psicólogo gratis-, ofreció José.
Pablo asintió con la cabeza y a continuación, Don José comenzó a desandar los 20 pasos que lo separaban de la cocina. Volvió al patio con una botella de Caña de Ombú Padilla, dos vasitos esmerilados de vidrio marrón y le señala con la mirada dos sillas de mimbre ubicadas al otro lado del patio. Pablo gira su cabeza, corre hacia las sillas y las acerca al tronco donde José mateaba hace apenas unos minutos.
- A que es por una mina – buscó adivinar Don José, mientras le arrimaba un vaso a la mano de Pablo.
- No. Es por dos minas… – retrucó Pablo, llevándose el vaso recién abastecido de caña a la boca.
Y ahí se quedaron. El tiempo apurado y despersonalizado de Pablo encontró en el oído (y en la caña) del Viejo José un motivo para desacelerarse. El último rescoldo de sol se despide de esa tarde de octubre, dejando a los oradores a la vigilia de las primeras estrellas que se van asomando.
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