A Thiago, Mateo y Ciro
Recién habían pasado cuatro años. La herida estaba abierta y sangrando.
Yo había zafado, pero todos habíamos hecho la colimba. Sabía que me hubiera podido tocar. Tenía varios amigos, primos y vecinos que habían estado allá. Algunos no volvieron más. Casi todos eran del litoral. Muchos eran de Corrientes, cómo mí viejo. Incluso de Esquina, el pueblo donde nació.
En mí cabeza se mezclaba todo. Trataba de separar, pero era difícil. Casi imposible. Por momentos, lograba concentrarme, pensar en todo lo que tenía que hacer. En cómo moverme. Por momentos, me agarraba bronca y se me nublaba todo. Me perdía. Trataba de separar, pero no era fácil. Lloraba desconsolado, pensaba en la Tota. Me gustaría que esté acá, a mí lado. Para poder descansar en paz.
La reina había estado hablando; no sé qué boludeces dijo. Otra con techos de oro y pisos de mármol. A la Tacher, no la quiere ni la vieja.
Con los muchachos, lo habíamos hablado durante horas. Fueron mates y mates hablando de esto. Cuando hablaba Jorge, el Tata y el Mago, lo miraban hipnotizados, ni pestañaban. Bien fijo. El Checho, con su voz tranquila y pausada, aportaba lo suyo. También lo hablamos con el Doctor; nos decía que era algo distinto, que no era una guerra, que no sé relacionaba en nada. Era solo una mala coincidencia. Que teníamos que hacer lo que veníamos preparando hace tanto tiempo.
La noche anterior, no dije una palabra. Nada de música ni de chistes ni de cartas. Cené y me encerré solo en la pieza. A las dos de la mañana salí al balcón, a buscar aire y a ver las estrellas. Estaba pensativo. Tenía mucha ansiedad y me transpiraban las manos. Me costaba dormir. Caminaba y caminaba por la pieza, por todos los pasillos. Horas enteras mirando el techo, contando ovejas, contando lo que sea, tratando de dormir un poco. Encima hacía calor, la altura no ayudaba en nada y los ventiladores hacían lo que podían. Esperaba y esperaba que el reloj hiciera su trabajo.
En el verde césped, los saludé uno por uno mientras los miraba a todos a los ojos. Les grité con el alma que estábamos ahí por nuestros pibes -me escucharon perfecto a pesar de las más de 100 mil personas-, que le teníamos que dar una alegría a nuestro pueblo, a las madres correntinas y santiagueñas que perdieron a sus hijos y que las Malvinas, ¡son nuestras! Todos me dijeron que si con la cabeza, ninguno miro para abajo. Teníamos una confianza gigante. Se me infló el pecho cómo nunca, lleno de orgullo, y comenzó a sonar el himno. No lo cantamos, lo rugimos.
Ese día, salió todo perfecto. Ganamos 2-1 y pasamos a semifinales. Lloraba de felicidad, cómo cuando era un nene que vivía en Fiorito. Un villero más, al que querían hacer creer que por caminar calles de tierra mí destino era dejarme someter.
Le hice dos goles a Inglaterra: uno, el gol soñado de toda la vida - “te dejé solo” dice el atorrante del Negro-, el gol que recuerda toda la gente y el otro también, pero con la mano.
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Edición de imagen: Colaboración para La Cloäca por @xilo.rabia
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