¿Reforma o Revolución?
- lacloacawebzine
- hace 21 horas
- 5 Min. de lectura
Actualizado: hace 49 minutos

Pataletas de rigor, vestiduras rasgadas, el grito en el cielo.
Indignación, angustia, bronca.
Impotencia.
Impotencia estructural; recién reconocida como tal.
Ni por asomo, asimilada.
Tiene que venir de nuevo Sturze, -impertérrito alfil de la disolución, semi-Dios de Robinson Crusoe-, con un articulado leguleyo putrefacto para ratificar en papel las sospechas, temores y predicciones de cuanto Juanito y el Lobo clasista haya rodado por nuestros habituales conventos de debate entre iniciados. Nunca, ni por asomo, un no-iniciado en nuestros círculos sesudos de refrito programático; impugnación táctica, verborragia estratégica.
Entonces, claro: ahora el lobo está acá. Efectivamente. Y ni siquiera se molestan en cambiarle el nombre: reforma laboral, de nuevo.
Como en los ´90; como con la Banelco en el 2000. Los pregoneros, ya lo dijimos, son los mismos de siempre: un gordo pyme que dice que no puede contratar en estas condiciones, un Paolo Rocca que pide condiciones laborales del sudeste asiático para competir de una buena vez, un sindicalista avieso con repertorio de buchón entreguista, un politicastro recatado “de centro”, el coro periodístico patético reforzado por el batallón de streamers pendeviejos de moda, y así..., bombardeo a mansalva a un sentido común descocido que decanta en la inefable duda y acompañamiento a esta comparsa del hombre o mujer de a pie ¡Usted!
El sainete es conocido. Pero ¿hay algo distinto esta vez? ¿falta algo? ¿hay algo nuevo, acaso…?
El sujeto, señora. El sujeto –objeto de la reforma- está en otra, si es que está; o está absolutamente quebrado; ya ni siquiera fragmentado, disperso. La sospecha que barruntamos es que, acompasado al deterioro sostenido de las condiciones materiales de vida de la clase trabajadora se fue operando una no menos sostenida horripilante mutación en lo subjetivo. No debiera sorprender si hubiéramos prestado atención; sucede que no lo hicimos adecuadamente en el momento indicado. Tampoco es novedad.
Y de eso, guste a quien guste, hemos sido cómplices por acción y por omisión. A ver: el dosificador astuto de la precarización progresiva y del deterioro permanente de nuestras condiciones de vida tuvo en nuestro país nombre, apellido; tiempo y espacio: kichnerismo, década ganada, patria planera.
Nuestra izquierda realmente existente, que es lo que nos importa acá, no fue nunca mucho más allá de lo declamativo. En torno a la demanda “trabajo genuino”: hacemos la coreografía del acampe, del corte, la mímica de la lucha callejera, el Estado nos revolea unos cuantos planes más -en otra no menos coreografiada negociación- y listo. A casa de nuevo, a seguir administrando la precariedad creciente; a convivir con las napas de mierda de la descomposición, siempre subiendo con las aguas turbias.
Lejos de ser esto un fenómeno netamente argentino, tuvo acá características particularísimas. En Chile completó la tarea Pinocho; sus sucesores administraron la matriz heredada. En Perú tuvimos un genocidio en los ´90 del cual no nos enteramos: las condiciones de vida de aquél proletariado distaron siempre años luz de las de nuestra muy argenta clase: ¿Qué función cumplió Fujimori? Garantizar esa continuidad. Si se quieren divertir y sorprender, pueden guglear sobre las luchas de la clase obrera yanqui o la británica durante los '70 y '80 (Reagan y Thatcher). Spoiler Alert: ganó el capital; por aplastamiento.
No es casual que señalemos Chile y Perú: son, sumados a esa ciénaga de vejaciones que es Paraguay, partes constitutivas de “el modelo” que esbozan los esbirros de la banda disolvente que hoy gobierna; venden sin reparos que el horizonte es España, Italia o Alemania, pero proyectan otras latitudes.
Medio de casualidad y con bastante ayuda de todos los wines partidarios gobierna la banda disolvente, y justamente por eso es que acomete la más integral y definitiva de las ofensivas. Los milicos no lo lograron del todo; el turco avanzó lo necesario para garantizar la persistencia de su muy castizo proyecto de venal latrocinio. La década ganada y sus bordes fueron una especie de poroteo constante entre la disolución y el cuidar las formas: hagamos de cuenta que hay trabajo, estabilidad, sindicato, vacaciones y aguinaldo. Y el auto y la motito. A lo mejor. Y de última, un plancito para atajar el desborde.
Es en ese último lapso espacio-temporal en que se cuela la cuña de la hiperindividualización a través de la digitalización como catalizadora de todo vínculo; donde se acelera la cultura del descarte; donde la compraventa de sustancias para tóxico esparcimiento avanza casilleros como changa; y finalmente, el corolario, hacer mandados o remisería a través de una app. Triunfa la libertad; sos tu propio jefe. Un ratito después, apuestas y prostitución online. Sin patrones; sin más premura o jornada laboral que las que van desde la inanición a la pulsión consumista.
Ganó el emprendedurismo, la meritocracia, la falta de esfuerzo como justificación a cuestiones estructurales, como si por buscar esforzadamente laburo bueno y digno, este vaya a aparecer. Ganó la empatía con los Galperin, con los Elon Musk. El aspiracional se ubicó ahí, mientras que la realidad nos ubica entre una app y un monotributo. Así y todo nos hace creer (y dudamos) que con menos derechos laborales vamos a estar mejor, que nuestra familia va a estar mejor y que nuestros amigos van a estar mejor. Estamos sumergidos en la apariencia de que nuestro entorno es o puede ser, esfuerzo mediante, Paolo Roca o Madanes Quintanilla. Quedó atropellada la esencia, lo real: el de al lado; porque si yo estoy mal y el de al lado también, estoy un poco mejor.
La casta terminamos siendo nosotros, aquel tumor a extirpar para resolver la dinámica social. Y si no es extirparlo, llevarlo a la inanición pero empujado por su aspiración, el sueño de pegarla y el disfrute de scrollear los éxitos de los ídolos. De yapa, más temprano que tarde, estos mismos carcamanes que son muy efectivos aumentando la asignación universal, nos van a tirar un centro con un salario universal de pobreza vía control social, IA y vigilancia por el módico precio de respirar sin hacer ruido, pero esto mejor dejarlo para otro momento.
Entonces, lo nuevo es, en esta ocasión, la referida mutación del sujeto; la sincera creencia de que menos regulación y “más libertad” es mejor para todos. Navegamos entre la aversión al puntero del barrio o al delegado del sindicato que aparece a las perdidas; con el desprecio a lo comunitario ya devenido acto reflejo o lo inútil de la organización y de la solidaridad como herramienta. En un rincón queda el miedo sempiterno a perder el laburo que abriga el que todavía tiene un fosilizado laburo en blanco. Como otrora. Minoría entre las minorías. Minoría, sea cual fuere, que naturalizamos odiar.
Cerrando, en definitiva: ahora pataleemos, ahora vayamos todos a cococho del acting de la burocracia sindical, ahora volvamos a disputar en instancias de base con cinco o seis compañeros/as que más o menos imaginen que se puede ser otra cosa; que se acuerden de las anécdotas de sus padres o que tengan más o menos presente aquél idealizado 2001. A lo sumo, como mucho, el 2001 idealizado.
Puteemos a las conducciones, sigamos reiterando los ritos, coreografías y saludos a la bandera, pero hagamos un poquito de examen de conciencia. Dejemos de cocinarnos en el guiso de la autocomplacencia hipócrita que solo habilita el llanto como respuesta al estímulo permanente que es el látigo de los que, esta vez sí, a través de una andanada de reformas, ejecutan una revolución. Una revolución del capital contra el trabajo. A caballo del suicida consenso de gran parte de las víctimas.
No tenemos la respuesta ni la fórmula; no sabemos qué hay que hacer ni cómo. Simplemente sospechamos que haciendo lo mismo de siempre, le abrimos paso a la disolución triunfante.



Comentarios