En nuestra sección “El bidet no es un juguete”, La Cloaca le arrima a Ud. una exquisita crónica de las Elecciones Legislativas desde adentro. Pase, lea y regocíjese con las apostillas, argentinidades y otras calamidades que se observan en un acto eleccionario.
El telegrama
Era un día en casa como cualquier otro: sunga, pelopincho, sol, un vino Toro con Tang y Los del Bohío sonando de fondo. En una de esas el Enrique, mi Bulldog francés, me avisó en su idioma que había alguien golpeando las manos. Era el cartero. Dejé el vino en un costado, me hice un buche con el agua de la pileta, escupí el brebaje hacia el pasto y me apersoné hasta el alambrado.
La tragedia en forma de papel cayó en mis manos: citación para desempeñarme como autoridad de mesa suplente. Sí, su-plen-te. Mientras me interrogaba para mis adentros sobre las actividades que podría desempeñar un suplente en una mesa de votación, mi mano izquierda realizó un etílico garabato sobre el papel que el cartero sostenía y nos vimos… pasé a formar parte de la larga, larguísima nómina de empleados estatales al menos por 12 horas.
Tras un pormenorizado entrenamiento que consistió en un video de 28 minutos y 10 preguntas de verdadero-falso, se me otorgó un torpe certificado que me calificaba para ser autoridad de mesa. “Pior es ser fiscal del FIT”, sentenció una voz en mi cabeza en tono autocompasivo.
La escuela
Llegado el día de las elecciones, me tuve que presentar a las 7 de la mañana. Para solucionar el tema de despertarme temprano, le pegué de larguirucho desde la noche anterior. Sin ingerir una gota de alcohol, mí único estímulo para transitar trasnoche fue audiovisual: La Tetralogía de Richard Wagner en su versión completa. Llegada las 6 de la mañana, me suministré una profusa ducha, cargué mi mochila de supervivencia con víveres, me eché una generosa cantidad de Pino Colbert en el cogote y salí hacia la escuela.
Ubicada en algún lugar de la República de Flores, la escuela fue una grata sorpresa visual. Tras hacer los ademanes burocráticos de rigor, ingresé al establecimiento. Era una escuela religiosa, muy prolija, ordenada y amplia. Las aulas estaban distribuidas en forma de herradura alrededor de un pulcro patio central. Una saludable parra con sus frutos a la vista dominaba el escenario hacia la izquierda y sus ramas daban cobijo del sol en casi la totalidad del espacio. Hacia la izquierda se hallaba una amplia escalera que conectaba con la planta superior. De repente, una voz femenina interrumpe mis inconexas cavilaciones: “me faltó un presidente de mesa, ¿te animás?”. Sin dudar de la respuesta esputé un firme “sí”, que obviamente no se condecía con la cantidad de dudas que tenía en el bocho. Ahí nomás me enchufaron la urna, otra gran caja rectangular que contenía las boletas, sobres, fajas de papel, formularios, y demás enseres que hacen al deber ser de un burócrata estatal. Otra cajita más pequeña estaba compuesta por una variedad de alimentos cuyas marcas en mi perra vida había visto en la góndola del chino del barrio. Besito en la frente, y ahí fui.
“Mamá, mírame. Fui fiscal”
Siendo las 8 de la mañana y luego de armar todo el cotillón, la mesa abrió sus puertas. El primer elector ya daba una pauta de lo que podría ser la jornada. Apenas le di el sobre para que vaya al cuarto oscuro, sacó a relucir sus credenciales doradas y enunció: “Quisiera hacer una corrección. Yo fui fiscal. La urna debe estar en un lugar donde tanto los fiscales como el presidente de mesa puedan ver cuando pongo el sobre en la urna, porque yo podría poner cualquier cosa en la urna, ¿se entiende?”. Contestando un seco “ajá”, corro la urna hacia un costado para que Su Majestad el Ex Fiscal deposite su trascendente decisión y que todos veamos que lo hace. Acto seguido, se le firmó el comprobante de votación, abandonó el escenario y regresó a la monocorde dimensión de la intrascendencia cotidiana.
Desaparición Forzada
La Historia Argentina y la Historia en general están en cada aspecto de la vida. Sólo hace falta prestar atención. En uno de los tiempos muertos y sin saber qué hacer para entretenerme, me puse a ojear el padrón. Al pasar varias páginas, me encontré con un elector remarcado en gris y una leyenda que decía “Elector víctima de desaparición forzada de personas”. En ese momento recordé que en el instructivo se mencionó que si una persona con tal condición se presentaba a votar, debía yo avisar a la autoridad del Poder Judicial que se encuentre en la escuela.
Varios minutos me llevaron recuperarme de la catarata de reflexiones que derivaron de este caso. El hombre había nacido en 1909, por lo tanto, habría muy pocas chances de que estuviera con vida. Pero como su condición es de desaparecido, el Estado tiene la obligación de conservar activos sus derechos civiles hasta que se esclarezca su paradero o condición. Una de las tantas heridas abiertas en la Historia Argentina del último siglo.
Deber cívico
¿Qué empuja a una persona que no tiene la obligación de votar a seguir ejerciendo tal derecho?, peor aún, ¿por qué tal sujeto sigue teniéndole fe a este sistema que hace agua por todos los wines? Estos interrogantes me acompañaron durante toda la jornada. He ayudado a votar a al menos una veintena de señoras y señores mayores de setenta años y a varias damas de más de noventa. Incluso en una de las mesas vecinas votó una señora de 104 años, quién vino sola y caminando perfectamente sin ayuda de ningún asistente. En cierto punto resultaba conmovedor observar tal compromiso cívico, a pesar de los ineludibles achaques de la edad. Imagino por un momento la cantidad de acontecimientos históricos que sobrellevó una señora que nació en 1937, por ejemplo.
Voto Joven
En el otro extremo temporal-biológico, pude ser testigo de muchos jóvenes que votaron por primera vez. Resulta admirable, en estos casos, que la “fe” en el sistema no haya sido afectada por tantos factores con los cuales estos chicos conviven. Sea como fuere la cuestión, la nota la dio una señorita de 19 años. La bisoña electora ejerció orgullosamente su derecho y además regaló una pastafrola a las hambrientas autoridades de mesa. Un gesto humanitario que me dejó pensando, para variar.
Encierro y salud mental
La cosa es tan reciente que resulta difícil tener una visión de conjunto o revolear algún tipo de conclusión. El encierro producto de la pandemia de alguna manera afectó a la salud mental. Al menos en cuatro ocasiones tanto electores (todos mayores de edad) como acompañantes hicieron referencia a esta cuestión, más o menos con las mismas palabras: “antes de la pandemia, ella estaba mejor” o “durante la pandemia empezó a perderse un poquito”. El ser humano es un ser social, el famoso “zoon politikón” de Aristóteles, por lo tanto, es sumamente lógico que la no interacción social deje secuelas.
El mosaico étnico
Otro gatillo para la reflexión fue la variedad de apellidos que uno, a priori, identificaría con algún origen étnico o región en particular. Esto muestra que las sociedades son cambiantes, altamente dinámicas, siempre en movimiento, en claro contraste con algunas visiones de la derecha más rancia, la cual dictaminaba cierto perfil de “argentinidad” petrificado y estático.
Instantáneamente se me vino a la mente la impecable descripción hecha por Leopoldo Marechal en su Adan Buenosayres, en la cual refleja la convivencia de inmigrantes de diverso origen en la Buenos Aires de los años veinte.
El Mariscal Rommel y la pastafrola
Eran las cuatro de la tarde y la pastafrola seguía ahí, inerme, esperando la ofensiva. En un momento en que nadie se acercaba a votar, inicio el Operativo Cuchillo: había que conseguir algo para fraccionar la ofrenda. “Usemos la regla que nos dieron para el padrón. Le ponemos alcohol y listo”, revoleó, sin vergüenza, uno de los fiscales. Un sordo silencio de varios segundos de los otros dos interlocutores le hizo dar cuenta de lo disparatado y antihigiénico de su propuesta. La reducida asamblea se interrumpió cuando uno de los fiscales generales (de la UCR) acercó raudamente un cuchillo que consiguió por ahí y que debía devolver. Hice los honores, reduje la empalagosa merienda a 12 porciones y los comensales atacaron. En ese momento, recordé que uno de los uniformados del Ejército a quién observé yendo y viniendo desde las 8 de la mañana ininterrumpidamente, estaba en el pasillo oficiando de orientador de los electores. Me acerqué y le ofrecí una porción. Amablemente aceptó y se acomodó cerca la mesita ubicada detrás nuestro. Ahí fue cuando comenzó una de esas típicas “charlas de ascensor”, latosa, soporífera y estereotipada: “¿de qué laburás?”, “¿de dónde sos?”, “qué calor que hace”, etc. Para mi grata sorpresa, la previsible charla derivó en un interesante debate luego de mencionarle que me gustaba leer sobre Historia Militar. “¿Lees sobre la Segunda Guerra Mundial?”, inquirió el soldado. Luego de 15 minutos de intercambio, los restos de la pastafrola que yacían en la mesita escucharon cómo debatíamos en torno a si el Mariscal Rommel se suicidó o lo suicidaron los nazis.
El abstencionismo
Llegaba el fin de la jornada y algunas cuestiones iban decantando. Haciendo un recuento preliminar a instancias de los fiscales, pude notar un alto nivel de inasistencia: de trescientos treinta y ocho electores habilitados solamente doscientos cincuenta y uno ejercieron su derecho. Más allá de alguna cuestión personal que excuse al ausente, tal número es muy alto como para reducirlo a lo subjetivo. Por otro lado, ideologizar el abstencionismo y capitalizarlo solamente como un “factor bronca” sería como decir “si el resultado es 4, la cuenta tiene que ser 2+2”. Tal vez esto sea útil pedagógicamente a ciertos sectores periféricos al sistema para destacar las perversiones y contradicciones del mismo. Pero de esto a concluir que “el sistema capitalista o el consenso de gobierno en lo nacional está en una crisis terminal y el abstencionismo es un claro ejemplo de ello” hay un abismo y una falencia cognitiva magistral.
El conteo
Llegadas las 18 horas se oyó un cerrado aplauso en toda la escuela, luego del cual comenzaría la hercúlea tarea del conteo de votos. Al ser yo el presidente de mesa, era el único que podía romper los lacres de la urna, manipular los sobres y contar las boletas. Técnicamente debía coincidir la cantidad de electores asistentes con la cantidad de sobres que haya en la urna. Una vez verificado esto, se debía abrir sobre a sobre (¡doscientas cincuenta y un movimientos de manos repetidos y monótonos), separar las boletas, los votos en blanco, los recurridos y al final de todo, plasmar los votos de cada lista en cuatro idénticos formularios. Uno iba dentro de la urna, uno para cada fiscal y otro para entregar al personal de correo. Mientras yo abría los sobres y la vocecita de mi cabeza repetía sin cesar “prefiero agarrarme el escroto con el cierre del jean antes que seguir con esto”, los fiscales no hacían otra cosa que mirarme. Este proceso enunciado en pocos renglones y que a usted, querido lector, le quitó unos escasos segundos de su ignoto tiempo, a mí me llevó una hora veinte minutos entre conteos, chequeos, llenado de formularios y firma de los mismos. Entregué todo al correo a las 19:15 horas.
De vuelta al rancho
Con la satisfacción de la tarea cumplida y una promesa de pago en el bolsillo, enfilé para la casa. La jornada fue agotadora, pero de alguna manera me sentía hiper estimulado mentalmente, quizás por la variedad de situaciones que había vivido en un lapso tan corto de tiempo. Mientras desandaba cuadras trataba de fijar algunas cositas en mi atribulado marote para después plasmarlo en papel con la ayuda de mi Olivetti. Di aviso al Comité Editorial de La Cloaca de lo que pretendía, pero del otro lado de la pantallita solo obtuve un escatológico “no puedo hablar, el fernet Vittore me aflojó el asterisco”. Esquivé la sarnosa imagen y retomé mis cavilaciones en torno a entregar mi ser a Baco apenas pise la primera baldosa del rancho. Mis papilas gustativas ya comenzaban a trabajar al 110% pensando en el porrón frío que me iba a tomar.
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