El llanto y la fiebre, no sé detienen. Mí desesperación, tampoco.
Hace cuatro días que Ernestito se encuentra mal de salud y las cosas no mejoran. No para de toser y me doy cuenta de que le cuesta respirar. No sé qué hacer. Tengo las manos transpiradas, me tiemblan las piernas… lo levanto y vamos para el Hospital San Martín.
Recuerdo a mi abuela. Siempre en el pequeño pueblo, en la costa del cerro y con el viejo aljibe. Hasta el día de hoy, no tienen hospital, ni siquiera una salita. Son pocos los remedios y menos aún los doctores. En aquel entonces, la leche de burra negra nos hacía crecer fuertes. Curaba la gripe y nos hacía sentir mejor. Lo bien que le vendría a mi hijo….
Corriendo hasta la ruta 157, con su cabeza apoyada en mí pecho, llego hasta la parada de colectivo. El tiempo no transcurre. El tiempo no pasa, el colectivo menos. El viento me trae el relinchar de un viejo caballo, quizá el de Quiroga o el de Castañares. Lo bien que me vendría mi yegua, la Primavera, para poder ir a toda velocidad por el asfalto.
El camino, vacío e iluminado por un humilde farol, no ayuda en nada. La abandonada estación, con su único surtidor apoyado en una columna oxidada, tampoco. El corazón me late cada vez más fuerte. Me preguntó si Ernestito lo notará y se acelera más aún. El cielo se empieza a cubrir de nubes grises. Me doy cuenta que la luna, ayudaba al farolito... ¡Solo falta que me pique un San Jorge!
Le pido al chófer que por favor se apure. Su respuesta, con voz baja, apenas abriendo la boca y mirando al frente, se modifica cuando me observa la mirada desesperada. Asiente con la cabeza. Acelera y no le importa que haya gente esperando sobre la ruta. “Ya les pediré disculpas”, pienso mientras contaba las cuadras que faltaban. Es una emergencia.
Me bajo en la puerta del Hospital. No había un alma. Al ingresar, la recepcionista de la guardia me pide que me tranquilice. Que ya había llegado y que en breve un médico me iba a ayudar.
Me quedo en la sala de espera. Me siento en un banco de plástico, unido a otros tres por una barra de metal. Hay dos más iguales (a uno le falta un asiento, el segundo de la izquierda). Las paredes pintadas de celeste de la mitad hasta el piso. La otra mitad, al igual que el techo, blancas. Dos ventiladores viejos, que giraban a mínima velocidad. Hacían más ruido que aire fresco. Se los veía sucios, lleno de polvillo pegado en las hélices. Un perro negro, de mediano tamaño, duerme en un rincón.
El médico sale a llamarme junto a un viejo enfermero. Ambos estaban con el rostro cansado. Se les notaban las largas horas de servicio; el cuerpo pesado, las grandes ojeras y el pelo desalineado. Al verme con mi hijo en brazos, sus rostros cambian de expresión. Sus ojos se abren muy rápido. Se miran mutuamente y el enfermero sale corriendo por el pasillo. Vuelve con dos médicas en menos de un minuto.
"Quédese tranquilo Don, el changuito va a estar bien" dice la doctora más grande. "Espérenos un ratito acá" agrega, mientras la doctora más joven lo toma a Ernestito de la mano y lo hacen entrar caminando al consultorio, como si nada de lo ocurrido en estos últimos días hubiera pasado.
Por primera vez en mucho tiempo, estoy solo. Los tres médicos ingresan junto a mí hijo al consultorio. La puerta se cierra. Al enfermero lo mandan a buscar un respirador y no sé qué más. Observo el reloj y veo que ya son las 12 de la noche. Es 9 de enero. Estoy tranquilo. Sé que todo va a estar bien. Me vuelvo a sentar y respiro profundo, mientras una lagrima cae por mi mejilla.
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