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Necrofilia roja: de la pérdida, el liderazgo y el vacío. Una muerte, dos enfoques

Actualizado: 2 mar 2022


La Muerte de Stalin (2017)


Dirigida por el sorprendentemente escocés Armando Iannucci, inflada recientemente por su estreno en Netflix, la película aborda en tono satírico y de parodia la crapulencia propia del conciliábulo de burócratas que rodeaba al Padrecito de los Pueblos en sus horas finales.


Grotescos, miserables e hipócritas, groseramente aislados del pueblo soviético, la formación se recita casi de memoria, como los equipos de fútbol de carácter histórico: Molotov, Beria, Kruschev, Malenkhov, Zhukov y alguno más se enredan en mandobles, firuletes y pasos de un tango repugnante suscitado en torno al deceso del líder.


Un vaudeville bastante ordenado, con una estética muy cuidada y una fotografía destacable. Domina la tónica del relato la oposición constante entre la pompa de la dirigencia -----en el fondo, de origen, obrera y combativa- y la abnegación del pueblo que, entre impasible y trágico, se agolpa para poder despedir a su mariscal.


Steve Buscemi, obviamente y para no perder la costumbre, es la carnada ineludible para entrarle a este film realmente entretenido, que cautivará y ratificará algunos prejuicios entre nuestros granados izquierdistas y suscitará jugosas dudas entre los más avezados, aquellos que se atreven a indagar en algo tan genuino e incontestable como es el dolor de un pueblo, iluminando acaso la dimensión del estalinismo en tanto fenómeno social complejo, tantísimo más rico que las fábulas maniqueas con las que hemos nutrido nuestro entendimiento vulgar; parejamente extendido.


Funeral de Estado (2019)


Sergei Loznitsa, ucraniano criado bajo el férreo cobijo de la Unión Soviética, se encuentra desde hace años realizando un trabajo de curaduría, investigación y edición prácticamente sin precedentes. Se recomienda con especial énfasis rastrear sus producciones, por cuanto traen a este presente magro noticias del pasado que resultan ineludibles para cualquiera que se precie de ejercer la inagotable manija de la curiosidad.


En esta ocasión, nos trae un asfixiante bollo de pompa soviética: el más majestuoso e inabordable funeral de estado jamás realizado. Bajo el no menos asfixiante clima del culto a la personalidad, vemos durante 134 minutos una minuciosa y enciclopedizante compilación de las más diversas reacciones ante lo que significaba, para ingentes millones de personas, nada más y nada menos que el fin del mundo.


Stalin, omnipresente, de repente ya no estaba. Se respira la desazón a cada momento. Impacta fuertemente el sobrecogimiento y el sincero dolor en los rostros de milenarios y lejanos pueblos del Cáucaso, ataviados en ropas ancestrales.


No menos impactan, asimismo, el gesto y rostro de las delegaciones de los países con gobiernos afines a la nave nodriza soviética. Esas caras de obreros metalúrgicos del este de Europa, de la recóndita y a la vez joven China y otras naciones que vivieron, como en un suspiro, bajo unas cuantas décadas, esa dulce pesadilla de construir el socialismo, de tener un gobierno obrero. De ingentes sacrificios e ineluctables derrotas.


Quien suscribe no pudo menos que gritar a la pantalla, al constatar que un laburante polaco al que no le cuadraba el traje de gala ni a la fuerza era recibido con la pompa y circunstancia propias del momento. Algo así como “¡claro, esto era imperdonable, insostenible, intolerable!”

Sí, el socialismo real fue una pesadilla con cuatro comidas diarias; educación, salud y diversas formas de bienestar para cientos de millones de personas en este mismo mundo que hoy habitamos, pero que ya no es el mismo.


Por eso hablamos de noticias del pasado. Porque no tenemos ni la más remota idea de qué fue eso y aun cuando nos lo muestran, nos cuesta imaginarlo, dimensionarlo. Es un límite en nuestra imaginación; al menos para los que nacimos con el Muro desmoronándose. Ningún pan bajo el brazo, de paso.


De nuevo nos confronta, esta vez de manera descarnada, sin mediación y con sencillez, el escollo para-empático insalvable, a saber: el dolor de un pueblo. Inabordable. Inescrutable. Ineludible.


Ilusos, pobres y cándidamente miserables aquellos que siguen intentando leer la historia muñéndose de la zonza contraposición hollywoodense entre buenos y malos. Nunca darán con una clave interpretativa medianamente certera que les permita comprender un fenómeno tan complejo y expresivo de una etapa histórica como fue el estalinismo.


Seguirán, en su medialuz, explicándose a sí mismos –y a nadie más que a sí mismos- que el asunto se trató de cuatro o cinco burócratas aviesos, malos-malos-malos, que se hicieron con el botín y “desviaron” el curso deseable de los acontecimientos.


Allá ellos. El dolor de un pueblo les llena el culo de preguntas.


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