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POR NACER: SEMBLANZA Y CATÁRSIS


Todo gigante muere cansado De que lo observen los de afuera[1]


Pueden cerrar los paraguas. De tantos que abrieron, taparon el sol. De a ratos, hasta pareció que eclipsaban al propio homenajeado. Ya pasó una semana. Apenas pasó una semana. Es muy poco en lo perdurable del recuerdo. Tan presumidos son; tan pobres.


Como si importara. Como si hiciera alguna mella en la talla del gigante el hecho de que ustedes, liliputienses cautivos de la ficción democrática de las redes sociales, quieran hacerse un Iorio a la carta. Como acostumbran hacer con todo, en definitiva. Hacen lo mismo con el yoga, con la religión, con la dieta, con el amor en todas sus expresiones concretas.


Deconstruir a Ricardo Horacio Iorio. Habrase visto ¿Para qué, además? ¿Para dormir tranquilo uno mismo? ¿Eso es todo lo que importa? Resulta muy difícil asimilar que tengan que recurrir a la artimaña del autoengaño disfrazada en plan analítico. Sólo se ponen en la góndola de los “Maradona como jugador/Maradona como persona”: ¿son evangelistas o policías?


Usted y yo no somos Iorio; no somos Diego. No somos especiales, trascendentales, distintos. Por eso nos toca el pobre y baladí rol de ser quien expresa su opinión; acaso, su sentir. No es la misma vara la que mide; no puede serlo nunca.


Entonces no nos haga perder el tiempo con operaciones de sentido completamente forras, de retorcer la realidad en una hoja de Word con el sólo objeto de ponerse a salvo usted, en su pequeñez, para autoproclamarse, por enésima vez, como pulcro, coherente, cultor de los mejores valores, defensor de las mejores causas. No nos obsequie más el patético espectáculo de querer ponerse a salvo de la mancha de aceite que implica llorar, reivindicar, homenajear a Iorio.



Prívese por un rato de tanta pequeñez disfrazada de magnanimidad. No hace falta, en serio. Tenga siempre presente que usted y yo, en estas lides, no importamos. No somos determinantes; somos el receptor, no el emisor. Si nos apartamos, habrá otros receptores. Somos un suspiro en medio de un huracán.


Piense también que hay millones de personas que nacen, crecen, se desarrollan y mueren siendo absolutamente indiferentes a la vida y obra de quien nos ocupa. Imagínese entonces cuánto importa su aporte, su balance, su diarrea verbal. Es cuestión de escala, en definitiva.

Trabajadas magias del oscuro error: ¿cómo era ese salmo zonzo de pasillo de facultad? ¿El lenguaje construye realidad? Mira vos, che:


La vida no es lo que uno se cree, o lo que se imagina

Es lo que es, tan solo eso es


Y así con todo. En definitiva, se desangran argumentando, poniéndole ad-hocs y peros a una sopa de elogios culposos, por la sencilla razón de no tolerar la contradicción, de haber renunciado zonzamente a abrazar la paradoja, la cual es inevitable, en todo ámbito. Insatisfechos renegados que se niegan a sí mismos.



No es que a uno no le haya hecho ruido nunca. No. Por supuesto. Uno tuvo su correspondiente alejamiento. Cierto delirio parricida. Todos fuimos adolescentes. Pero no cabe más que rendirse ante tamaño aporte a la vida, a la fundamentación de una ética, que es algo que se va moldeando, que no es de una vez y para siempre y que si no se modifica, incluso en sus aspectos salientes, en el decurso temporal, invita a desconfiar. Asimilar y tratar de aprender ¿cómo me voy a privar de todo esto, que me influyó desde muy temprana edad, por mi vana disidencia con el devenir del juglar?


Porque si algo hizo este hombre tosco, autodidacta, más Arlt o Marechal que Lennon o García, fue brindar testimonio. Dicho esto en sentido cuasi religioso. Ser uno con su obra, con su prédica: desde el tempranero grito rabioso en plena dictadura, subrayar la conciencia de un final; de un final que, paradójicamente, de nuevo, no es definitivo. Porque, sea que exista o no tal cosa como la reencarnación, el tipo reencarnó en vida. Varias veces. Vaya si reencarnó ahora, hace apenas una semana: prácticamente no queda nadie sin pronunciarse al respecto.

Y quienes tuvimos que levantar la ceja, torcer las comisuras y contar hasta 1000 infinidad de veces ante la inquisitoria “¿viste lo que dijo/hizo…?” para acometer, a continuación, una sonrisa tenue que intentaba la comprensión, buscando amarlos como sea para no volver jamás, y pasar a ensayar una defensa balbuceada, a defender lo indefendible o ponerle atenuantes a los desvaríos dantescos –desvaríos ricardianos, bah- no podemos sino regodearnos en el triunfo.


Si cada uno que tiene que hablar del tipo que nos acompañó desde la adolescencia hasta esta mustia adultez, tiene que hacer 25 piruetas previas para explicarse a sí mismo, es el triunfo, sí.


Cumplió Ricardo. Sigue siendo el grano en el culo; el hecho maldito del Rock argentino. La voz del proletariado, tosco y noble, irrumpiendo desde el fondo del vaciamiento ¿Para qué pedir permiso, si ya lo teníamos negado de antemano?


A mí, si cabe consignarlo, me llegó precisamente en pleno vaciamiento: fines de los 90, precariedad económica familiar, a seis cuadras de mi casa se oxidaban los rezagos ferroviarios, se pudrían los talleres, siendo colarse a revolver y romper porque sí uno de nuestros pasatiempos predilectos. Esa siesta agobiante entre fierros oxidados que aparece precisamente en las fotos del librito del primero de Hermética. Que ponía en palabras definitivas –qué riqueza de lenguaje, por favor- aquello que veía, sin más, a mi alrededor: el sepulcro civil.



El hospital municipal también se pudría, pero a cuatro cuadras para el otro lado: funcionaba la mitad, era una manzana entera. La mitad abandonada también supo ser campo de travesuras peligrosas.


¿Esquivar patrullas? Tan habitual como inevitable: mejor era buscarle motivo, que nos hostiguen con fundamento, al menos. Hasta sabíamos cuáles eran los efectivos policiales especialmente bravos, que había que eludir transformándose en liebre.


Era largo el día cuando no había internet: tuvimos la rara suerte de haber visto languidecer el mundo analógico. Somos la generación puente, qué mejor juglar que éste para acunarnos entre tanto desasosiego. Esas verdades, que me llegaban por intuición, no eran disonantes con la labia de mis abuelos, otros sabios semi-analfabetos de cuya semblanza aún bebo en momentos de estupor. Cargo con la maldición de ser memorioso. Esta llaga llevo prendida como vieja escarapela.


El aspecto místico-escatológico de su labor, que considero de un fortísimo tenor pedagógico, es el que vengo ponderando fuertemente en los últimos años, toda vez que hemos constatado, propios y ajenos, que fundirse con su obra, asumir el compromiso de ser vivo testimonio y bancarse la que venga, implicó en su caso poner el cuerpo, reventarlo.


Aprender, decía; ética, también. Porque de eso se trata: despójense de sus preferencias ideológicas que, ya sabemos, no son las de Ricardo. En todo caso hay que plantearse cuánto de lo que le cayó encima una y otra vez como un piano toleraríamos nosotros: masticar soledad, sí, pero sobre todo la tragedia recurrente en el nivel de lo íntimo. No viene al caso escarbar en el tenor de los hechos ni las habladurías al respecto. Como con todo lo bajo, basta guglear para enterarse.


Por fundirse con su sino, reventó toda la caja de cambios. Hay que ver quiénes de los que hacen la operatoria del lenguaje en sus posteitos de Facebook está dispuesto, está en condiciones de asumir ese compromiso. La causa elegida, en todo caso, es secundaria. Se habla aquí del gesto, de la obra más allá de la obra. Quien suscribe, por caso, reconoce humildemente que tal vez no está tan dispuesto a brindarse tan así, siendo quien siente.


Volviendo a la dimensión mística del asunto: reparar en “Memoria de Siglos”. Y permítaseme la herejía: repasaba hace unos días, acaso compungido y sollozante, que es como el “Cristo de San Juan de la Cruz” de Dalí. Está visto todo desde arriba, el narrador es omnisciente, omnipresente: es una descripción ajena al tiempo que acaso muy a la pasada tiene un espacio concreto. De yapa, no tiene estribillo. Es precisamente un mantra que parece haber llegado desde alguna eternidad. Vaya uno a saber quién o qué le dictó tal cantar de gesta a un muchacho de treinta y un años, padre reciente. Tal vez sintonizó algo en el dial de la escuelita.



Sobre “Vida Impersonal”, en tanto, cada vez tengo más dudas. Cada vez me dice más cosas y ninguna me resulta clara. Cómo no agradecer eso: postrar ante el misterio a un pibito que pensaba que se las sabía todas.


Quien vaya a pedirle a los artistas, sean quienes sean, un programa político y una coherencia sin fisuras en el tiempo, sin vaivenes ni reacomodos ni dislates ni banquineos, quien se ufane de no cambiar jamás de opinión o parecer, quien tenga respuestas para todo en todo momento y lugar, me resulta sospechoso. De mínima, sospechoso. Y por lo general, no me interesa como persona: ya con 36 años creo poder distinguir la decepción antes de que se produzca como desenlace. Insufla, sí, una pasión triste. Pero no puedo sustraerme de ello. Me gusta la gente simple que tiene más dudas que certezas. Ya fui el jovencito que todo lo sabe. Y constato que de nada sirve. En ese derrotero me ha acompañado la obra de la persona a la que consagro esta intrincada semblanza.


He aprendido muchísimo de observar, repito, su gesto acompañando la obra: constatamos la degradación, el vaciamiento, el ocaso de la especie y el entorno al que irremediablemente daña por pulsión vital; cada vez más lejos estoy de pretender escupir sin más mi verdad al prójimo. Tardíamente incorporé la necesaria cuota de humildad, que me han traído las canas.

Porque cada vez abrazo más la duda, la pregunta antes que la respuesta. Lejos de eso, y porque precisamente esto de ser metalero es anecdótico, toda vez que comparto a Ricardo y su obra con amigos que lejos están de poder disfrutar de la infinidad de expresiones metaleras que curto con avidez desde temprana edad, es que pondero muy especialmente el compartir, el ser amigo, familia, yunta y compañero. Ser humano junto a los míos. Y el honor de salvar al mundo entero se lo dejo a los genios y a los reyes.


Para cerrar, a los tenedores de respuestas atemporales, decirles: harto de ideales que padecen en la ira, estoy feliz de no ser parte de su glamoroso juego; sé que sienten miedo al verme lejos de su niebla. Pero, sobre todo y más importante, sigo sin saber por qué razón el amor me lastima.





***

[1] Cristálida; L.A Spinetta/Pescado Rabioso: “Pescado II” 1973. El resto de las citas pertenecen a letras de V8, Hermética, Almafuerte (tanto la banda como el poeta, Pedro Bonifacio Palacios) y una ínfima mención sobre una interpretación solista de un cantar de Facundo Cabral. Son especialmente señaladas con itálicas/cursiva y no se consignan como nota al pie para incitar a quien guste de las mismas a buscarlas mediante el sacrosanto Google. En una de esas, sumamos adeptos a tan espesa obra.




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