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Qué son cincuenta años



El peso con que la cifra impacta resulta por sí mismo elocuente. Bodas de oro, dirá alguno; medio siglo, algún otro. Una travesura lacaniana de cafetín aportaría, sin más, “sin cuenta”. Y así de seguido.


Y puede que sí, que hayamos perdido la cuenta. No del numerito, del almanaque, no. La cuenta del peso de la historia. Cierto es que no es sencillo cuantificar ese peso.


Podríamos hablar de la cantidad de caídos en combate, por supuesto. De cifras siderales que implicaron las muchas acciones de recuperación de armamento, unos cuantos secuestros, confiscación y recuperación de mercadería para repartir en barriadas populares en acciones de propaganda armada; de los daños infligidos a bienes y edificios de propiedad estatal.


Cuantificar y comentar también hechos insurreccionales como el Cordobazo y sus sucesivas réplicas; episodios huelguísticos de masas, ocupaciones de fábricas y un sinfín de fenómenos inscriptos en un período que ha sido profusamente documentado en el ámbito académico sin tener, no obstante, una sistematización política que actualice y asimile, precisamente, el capítulo argentino de un pico particularmente álgido de la lucha de clases en nuestro continente.


Pero nos referimos a otra cosa; incuantificable y, por eso mismo, problemática.


Y ahí es que aflora un puede que sí. Puede que la gimnasia de efemérides, la monumentalización reverencial, la sacralización con que procedemos al ejercicio de la memoria guarde en su propia repetición su carácter más paradójico: al traer recurrentemente a la actualidad, cada tanto tiempo, la vivencia de la tragedia, se corre el riesgo de que precisamente se petrifique.


La evocación del martirio de aquellos combatientes acaba por obrar como taimada advertencia: no hace falta redundar en el detalle de que la operación de sentido que la memoria democrática institucionalizada –burguesa- lleva adelante cumple la doble función de condenar el terrorismo de estado, la barbarie militar -y cada tanto, también contarnos del nutrido apoyo civil con que contaron los sucesivos elencos castrenses- sino que fundamentalmente dice mucho más fuerte aquello que no verbaliza. Esto es: el recurso a la violencia política queda clausurado para todos y todas. Porque la democracia, sabemos, sigue prometiendo alimentar, educar, proteger y coso…aun cuando el hambre arrecia, honremos la promesa. Amén, instituciones. Amén.


De lo contrario, no se insistiría tanto en ablandar la milanesa cantando loas a difusos “jóvenes idealistas” cuando se trataba de combatientes revolucionarios que, equivocados o no en sus caracterizaciones y encuadres político-ideológicos, adoptaron un curso de acción que, buscando confrontar proporcionalmente con la violencia estatal, trascendía en sus objetivos la mera resistencia al poder dictatorial y sus omnipresentes animadores externos (en otra época se le decía “imperialismo”).


Basta con estudiar con un mínimo de honestidad el sinfín de proclamas, documentos programáticos y elaboraciones teórico-políticas de mayor calado para advertir que no era meramente por “la democracia” por la que contingentes enteros de jóvenes, en nuestro país y en distintas latitudes del mundo, se habían lanzado a la disputa por el poder. De socialismo se hablaba. Y a juzgar por el tratamiento que se dio a la cuestión, no parece que la disputa fuera meramente de formas, de matices y programas que se dirimen en un prolijo entramado institucional.


No: 30.000 desaparecidos después, podemos establecer que no estaba en juego una mera cuestión de ordenamiento institucional; de reforma acá o redistribución allá. No, las pelotas: los combatientes caídos en Trelew, que pertenecían a diferentes orientaciones, a diferentes organizaciones y a diferentes trayectorias ideológicas, conjugaron en una acción puntual gran parte de lo aprendido, lo estudiado y premeditado. Sin ir más lejos, escaparse de una cárcel en el fin del mundo suena más anarquista que otra cosa. Y ninguno de los caídos ni de los exitosamente fugados profesaba el anarquismo.


Nótese, de paso, el método no hace al programa ni, mucho menos, al sujeto: todo es pasible de mezclarse y el devenir así lo dispone. Después vienen los espeleólogos y ordenan los hechos. Así se construye la historia; así se construye la memoria. Que no son lo mismo. No.

Como suele suceder, las discusiones tácticas y estratégicas existentes entre aquellas organizaciones, sobre las cuales tampoco se habla lo suficiente fueron saldadas, como todo lo que pesa, por el devenir histórico.


Escuetamente expresado: los acontecimientos ulteriores, las continuidades represivas e incluso la agudización del paramilitarismo peronista culminaron por saldar un debate que buscaba ser fraterno sobre Perón y su rol en la historia en favor del PRT-ERP, en detrimento de las posiciones sostenidas por expresiones como FAP-FAR y Montoneros. No interesa aquí ahondar en esto, pero no decirlo es precisamente incurrir en esa memoria desdentada que la estatalidad burguesa argentina –por lo demás, particularmente densa y desarrollada “en las mentes de las masas”[1]- ha conseguido imponer construyendo un relato de sí misma juntando pedacitos de entre los escombros.


En cualquier caso, convengamos: es mucho tiempo. Cincuenta años es mucho tiempo.


Y tanto más pesa cuanto constatamos que los muy cuantificables indicadores de miseria, pauperización y descomposición con que convivimos a diario nos expresan a gritos que, precisamente, la sangre de los héroes de Trelew no se derramó para cimentar este edificio de basura y vejaciones.


Y ahí es donde entra el ejercicio de memoria que entendemos necesario hacer porque, precisamente, del irreverente escrutinio de los hechos, de la discusión franca y sobre todo de sacudirse de encima ese yunque pacifista que la última dictadura nos dejó colgando del cuello es que podremos disputar el sentido de la historia.

De esa historia que, precisamente, pesa. Porque hubo una derrota, sí. Y sobre esa derrota, que conlleva necesariamente la victoria del bando opuesto, es que el enemigo ha construido y erigido precisamente este edificio de basura y vejaciones.


Si trascendemos la figura de la víctima, podremos hacernos cargo de cierta herencia: la herencia de los derrotados, que es la que queremos hacer nuestra porque todavía se nos da por insistir en aquél ideario, en rescatar y apuntalar y volver a la carga con esa causa que es hoy más urgente que ayer. Y porque el derrotado de ayer puede ser vencedor mañana. No así la víctima. La víctima, precisamente, no está más. Y cincuenta años es mucho tiempo.[2]



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[1]El arma de la crítica no puede soportar evidentemente la crítica de las armas; la fuerza material debe ser superada por la fuerza material; pero también la teoría llega a ser fuerza material apenas se enseñorea de las masas…”; K. Marx, “Introducción para la Crítica del Derecho de Hegel” (1844). Texto completo en https://www.marxists.org/espanol/m-e/1844/intro-hegel.htm [2] Al respecto, nos interesa reponer la discusión sobre memoria e historia que cada vez que puede anima el historiador italiano Enzo Traverso. En su momento reseñamos su célebre “Melancolía de Izquierda” en https://lacloacawebzine.wixsite.com/misitio/post/melancol%C3%ADa-de-izquierda-marxismo-historia-y-memoria

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