Ya ganamos la tercera/ Ya somos campeón mundial
Ni remotamente puede ser este el mejor resumen mundialista de cuantos hemos sintetizado en La Cloäca
No sólo nos tocó vivir un mes al palo en todo el sentido de la expresión, sino que la final fue coherente con todo ese delirio que nos abrumó durante un mes entero.
El Comité Editorial, en su caos habitual, cumplió con mirar y registrar, salvo una o dos excepciones menores, todos los partidos del Mundial más frenético que se haya visto. Si no hubiera tenido la repercusión y el feedback del otro lado del mostrador, probablemente hubiéramos abandonado la tarea. Porque recuerden que hacemos esto porque queremos y hacemos lo posible por poder seguir haciéndolo. Nadie nos obliga. Algunos ya nos esperan. Y eso no es pavadita.
Es imposible aún bajar; asimilar, que la ficha caiga. Hay muchísimo desgaste: no sólo por estos últimos casi tres días de girota y frenesí. No. Ha sido el mes más intenso que hemos transitado muchos de los aquí presentes en muchísimo tiempo. Ni siquiera se puede establecer ahora un parangón sincero con aquellos pasados de desenfreno juvenil que muchos solemos evocar con asombro y nostalgia. Sobra vida para balances personales y colectivos.
Nadie se va a olvidar de este mes.
Ni los detractores de siempre. Peor: esos lo van a recordar como un mes en el infierno. Y sólo esperamos de ellos cierta franqueza o, por qué no, coherencia. En algún momento, a lo mejor…qué carajo nos importan los detractores ahora, ¿no? Los conversos del último rato dan ternura. No valen ni el desprecio.
Un mes, una vida, contenidos en esos últimos 140 minutos. Una final de NBA + una final de Supercampeones. La primera se compone de entre 5 y 7 partidos. La segunda se componía de, en promedio, cuatro electrizantes capítulos. Esto fue un rato, una tarde tórrida en el país más austral del mundo. Barrida por el viento caliente de la gloria, que mentábamos en nuestra anterior entrega.
Una generación, la nacida en la década del ´80, que por fin puede recibir el pesado brío del diciembre argentino con la cabeza en alto, aliviada. A no dudarlo: la mayoría nos criamos amando al Diego, pero el Diego tendrá siempre la edad de nuestros viejos. Lionel Andrés Messi y sus alfiles más próximos son de nuestra generación. Es una reflexión muy prematura, pero es una punta. En una de esas todavía podemos arrimar algo más. Los gladiadores ya cumplieron. Nos sacan de la sombra de ser “los hijos de”. Somos contemporáneos de Messi. Podemos con todo. Van a ver.
Devaneos aparte, el séptimo partido, el ansiado séptimo partido tuvo una tónica coherente con el desarrollo de la competencia-mes. Una putísima montaña rusa. La final más enferma de la historia de los mundiales. Solo parangonable con el Maracanazo de 1950; hoy prehistórico.
En el primer tiempo y durante la mayor parte del segundo, Argentina pintaba para humillar a un rival gigantesco que demostró justamente su carácter de tal en un puñado de minutos: el primer empate de Mbappé mereció ser el tercero de la Scaloneta. Pero no: en el fútbol no se merece. Ya lo repetimos en cada resumen: es ilógico, injusto, sádico, cruel y, por eso mismo, maravilloso.
Y repárese en que el tipo nos empató dos veces. Y ahí radica el asunto.
Porque acá empieza la larga gambeta a los hachazos arteros de los vendehumo, las sirenas que cantan y delatan, los panqueques: generalmente de ese lado vienen a descubrir azorados el componente emocional, la fibra, los huevos, para decirlo en Dibu language, que hay que tener para aguantarse un partido de fútbol. Uno cualquiera eh…imagínense una final en medio de un hervidero, donde encima sos local por aplastante y abrumadora mayoría, con la responsabilidad histórica de colaborar para que el más grande jugador de todos los tiempos lacre el sello de tal con la conquista más esquiva, en el ocaso de su carrera y siendo el primer lancero, la vanguardia del vulcánico pulso de un puñado de héroes.
Había que seguir remando en la arena tras ver desmoronarse dos veces un castillo que parecía perfectamente cimentado. Y estos muchachos lo hicieron.
Y el Dibu fue un Mega Fillol hormonado. Y Julián un Mini Kempes durante toda la competencia, y Di María hilvanó durante 75 minutos la síntesis del crack, del wing: Houseman, Ortega, Caniggia.
Y así podríamos seguir, porque lo que tuvimos la suerte de ver aquel domingo infernal –del que no sabemos si pasó un mes o una hora- fue la emergencia de un nuevo movimiento histórico en la riquísima historia del fútbol argentino.
Un nuevo salto; acaso un paradigma que busca recoger nuestras mejores tradiciones, a tal punto de que repite la historia de las dos finales anteriores: ir ganando, sufrir empates aluvionales, sobreponerse y llevarse la gloria con mayor énfasis. Nunca lineal, nunca sencillo. Siempre sufrido. Siempre peleando y jugando. Tenemos de las dos; también lo mencionamos en una entrega anterior.
Y la euforia liberadora de los guerreros de antiguas gestas, los Sorín, Cambiaso, Zanetti, Batistuta, los propios Kempes, Bertoni, Bochini…todos ahí haciendo fuerza regando el desierto con lágrimas de angustia contenida y plenitud tardía. Y la omnipresencia del ausente que más duele. En todo estuvo el Diego. No lo vamos a discutir.
Y el aporte de los maestros, Pekerman por caso, se ve plasmado en detalles que hace poco más de un año prácticamente movían a risa: ni el más felado de los bocones de la tele tenía en el radar a Cuti Romero, al Dibu mismo, a Nahuel Molina…los vimos decir que Julián sólo le hacía goles a Patronato y que Enzo tal vez no estaba listo para ir a jugar a Europa; al Papu Gómez lo consideraban un jubilado con onda. En fin…lo de siempre. Pero Scaloni, Aimar, Samuel y Ayala, la punta del iceberg de un equipo bastante más amplio, aprendieron en aquella escuela y, poco más de veinte años después, devuelven lo recibido. Y reinician el ciclo, precisamente.
Lo que más rabia daba de estos treinta y seis años que nos alejaron de la gloria eterna –la que vimos repetida mil veces, imaginamos mil quinientas y soñamos otras dos mil- era que siempre supimos que teníamos lo necesario – y más que eso también, casi siempre.
Pero la cosa empezaba, justamente, por lo más básico: humildad, trabajo, compromiso, espíritu amateur que se ve en el lúdico y desfachatado cariño que se prodigan públicamente los integrantes de esta banda loca. Esa masa compacta no se forma de un día para el otro. Que el Kun se una a la vuelta olímpica no es solamente justo sino coherente con una historia que, para los más veteranos, ya cuenta más de quince años. Y cierra con esta épica que ni el más enroscado de los guionistas soñó ni soñará jamás. Porque así es esto, repetimos. Así es el fulbo, pibe.
Renunciamos a explayarnos sobre la historia dentro de la historia porque las lágrimas afloran y las palabras no llegan y queremos ir a abrazar a cualquier desconocido en la calle y, por qué no, vivir como hemos vivido estos últimos días. Y hay que reconocer que no pocos de entre nosotros miramos de costado en algún momento al mejor de todos los tiempos, Lionel Andrés Messi. Una historia maravillosa de un guerrero silencioso, un prematuro mártir que supo resucitar para cerrar una trama que va a generar un género fílmico en sí mismo. Una trama que, ojito: puede que tenga, todavía, una coda. Nos sobra vida para seguir atentamente los acontecimientos. Si ya sobrevivimos a esta temporada…
Y vamos a ir cerrando ensalzando el festejo popular más masivo de la historia de este país. Más de cinco millones de personas que abrazaron a los eternos gladiadores durante más de catorce horas, desde la madrugada hasta que la tarde y la catarsis frenética asfixiaron a la caravana de felicidad más grande que se haya visto.
Ponerse a porotear de quién fue la culpa del abrupto final es un ejercicio interesante que nos permitiremos desarrollar en otro momento. Nos comprometemos a hacerlo.
Lo descollante acá es que los héroes del pueblo argentino tuvieron el acertadísimo gesto de no permitir el manoseo de una politiquería local que no les llega ni a los talones y, en una única y magistral gambeta, sacudirse de encima tanto a los que se quieren arrogar “lo popular” en general como a los guardianes de la fe republicana y los buenos modos, que saben proyectar su veneno hacia la negrada de manera oblicua, invocando “trabajo, responsabilidad” y todo ese viriviri mentiroso.
Los jugadores y el cuerpo técnico fueron, en la hora del regocijo, mucho más sabios y valientes que lo que el libreto dictaba. Saltaron por encima de esa grieta miserable que venden en las formas para disfrazar que el contenido es exactamente el mismo. Y eso también hay que agradecérselos.
Fue así que, abrazados y en pleno jolgorio, fueron a insolarse reproduciendo arriba de un bondi sin techo lo mismo que sucedía abajo del mismo. Es impagable ver a estos muchachones millonarios, que no patean la calle cruda del país hace ya bastante, reproducir desde el pedestal, en comunión, los rituales de armado de brebajes alcohólicos de dudoso gusto y procedencia; a Otamendi armar un regio y merecido charuto…en fin, impugnar toda la pompa y dejarse abrazar por su pueblo, que los sabe enormemente más dignos que a los jetones de traje, Chiquis Tapias incluidos. Ver al muy modosito Scaloni revolear la camiseta con una jarra de fernet en la mano…en fin. Queremos eso en loop. No nos lo van a quitar. Ya es nuestro.
Que enfoquen los desmanes los otarios de siempre. Demasiado bien se ha portado este pueblo y de manera sobresaliente lo han hecho sus héroes.
Con un 100% de inflación anual, con la mitad de la población revolcándose en la pobreza y sus adyacencias, con un cuarto de la misma esquivando el hambre, con laburos de mierda en el mejor de los casos y ante la impávida mirada de las fuerzas de seguridad de la jurisdicción que sea, la cosa fue en calma, en paz, con euforia y armonía. Unos cuantos sacaditos tras tres días sin dormir iban a dar la nota; eso se sabía.
Anoten, lacras: esta euforia puede cambiar de signo de un momento a otro. Y ahí, ¿qué pasa? Hace apenas 21 años no les alcanzaba ni el plomo ni los cambios de figuritas para contener la ira de este pueblo que tiene memoria emotiva. Messi se iba del país por aquél entonces, Di María ayudaba al padre a vender carbón y Enzo Fernández nacía en la eternamente castigada localidad de San Martín, del caliente conurbano. Llevan la desconfianza hacia ustedes en los genes estos pibes. Y eso se transmite, se ve, se verifica. Casi como ademán; como reflejo. Inconsciente acaso. Pero es un piso. No precisamente bajo.
Les vamos a estar eternamente agradecidos, huelga añadir. Esperamos poder cuidarlos mejor que lo que nuestra sociedad ha cuidado a sus antecesores. Eso exige un compromiso trascendental. Esperamos estar a la altura.
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