Microcentro
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De Plaza de Mayo eran cinco cuadras hasta Corrientes o un poco más de diez hasta la conferencia episcopal argentina o un poco menos hasta el Buen Libro.
El edificio era alto, se veía el río y un poco más allá. Era tan alto como ciertos los rumores de lo que pasaba en su terraza.
Había que mostrar el dni para entrar y te sacaban una foto. Te acompañaban dos pasos en el hall hasta el ascensor indicado. Ascensor con pocos botones, pero con mucha luz, incluida la de la cámara.
La recepcionista ya sonreía al abrirse la puerta. Preguntó a quién íbamos a ver detrás de tanto maquillaje. La oficina 116 estaba pasando el primer pasillo a la izquierda y el segundo a la derecha. Los jarrones chinos nos observaron con paciencia mientras caminábamos sobre la alfombra roja y entre paredes de vidrio.
La puerta se abrió sola. Nuestra visita fue doblemente anunciada. Se podía ver un barco, algunos pájaros, la pila de las sillas rotas y un dispenser por la mitad. Ningún vaso.
Dos pequeñas cabinas de durlock pintadas de blanco. La 1 y la 2. Las atendían de la oficina de al lado, dos pibes de apenas pasados los veinte años que usaban chombita, a través de un vidrio. No teníamos permitido entrar.
Ya estaba todo arreglado. Sólo faltaba concretar. Traen lo pactado y se agrega un poco más que no había sido anunciado previamente.
Se revisa y se cuenta. Se miran de un lado y del otro. Que no estén marcados, escritos, sellados o algo. Se cuentan de a diez y se separan. Se cuentan otros diez y se separan y se entre cruzan para ayudar a la aritmética. Y otra vez. Otra vez. Y otra vez y así, al punto que el dedo desteñido tiene sabor a vinagre.
Se vuelen a contar, pero de a veinte. Concentrados, con el ceño fruncido, como si supiéramos lo que estábamos buscando y sin confiar en la máquina que hacía lo mismo que nosotros pero que no nos pertenecía.
Todo nuestro tiempo estaba ahí, sobre una barra de un material barato y bajo un vidrio de una pulgada por el cual se escuchaba perfectamente.
No se podía fallar. No se quería fallar. Los años de estudio, de trabajo y de sudor. Del ir, el venir y el escaparse. Todo ahí, a punto de que nos lo lleváramos.
Había un pote vacío de ensalada cesar con gomitas sobre la barra. Una era de color azul. A la izquierda había bolsas de residuos, por si la mercadería era grande. Una cámara nos observaba y el olor a budín de limón empezó a llenar el ambiente.
La retirada fue casi elegante. Lo recién adquirido fue puesto junto al vientre, cerca de la vida. El recorrido por el pasillo en sentido opuesto nos permitió contar las cinco oficinas previas a la cual nos dirigimos. Ningún cartel o inscripción daban certeza sobre lo que ocurría atrás de cada puerta blindada.
Los adornos de bronce antiguos se encontraban de forma perpendicular a los jarrones. Su origen remitía a la Mesopotamia, pero sin lugar a dudas, hacía referencia a la antigua mitología helénica. La recepcionista apenas sonrió mientras su maquillaje permanecía pétreo y hablaba por teléfono. La espera del ascensor fue ardua. Varias gotas de sudor atravesaban cada uno de los cuerpos. Se abrieron las puertas del mismo que nos hizo subir al piso seleccionado. La luz roja continuaba prendida. Fueron solo unos segundos hasta el hall que parecía más grande y con más mármol en su decoración.
Al llegar a la puerta de vidrio con rejas de hierro pintadas de negro que daba a la calle, respirábamos profundo. Solo faltaba llegar a destino.
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