Paz - reseña teatral
- lacloacawebzine
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En Paz, Laura Paredes interpreta a una reportera gráfica que cubre un conflicto armado lejos de su país. Ella documenta: toma fotos, graba sonidos, sigue los movimientos, los desplazamientos de personas y de territorios, los paisajes que cambian bajo la guerra. Cuando la guerra escala, decide regresar a su hogar e intenta recomponer su vida cotidiana, pero ese retorno tampoco es sencillo.
Paredes también lleva al teatro una visión centrada en la esencialidad, la verdad escénica y la conexión viva entre actor y espectador. Que es muy exigente en una puesta en escena unirpersonal, donde el "espacio vacío" plantea que basta con un actor cruzando un espacio y alguien observando para que exista teatro. En este caso, se representa el cruce escénico de la guerra desde la figura de la reportera, destacando la simplicidad y la potencia del acto teatral en sí. En un teatro demacrado y piedras.

Antiguamente el Teatro Verdi fue un espacio clave para la vida social y cultural de La Boca, símbolo de identidad, resistencia y diversidad cultural. Su nombre honra a Giuseppe Verdi. “La ciudad donde vivía ya no existe más, y mucho menos sé googlearla”. A través de frases como esta, se hace evidente una disociación irónica, pero también real, entre memoria y desaparición. Tambien esa función le cabe a la historia del barrio de La Boca y como los antiguos Tanos que se hicieron ricos y se escaparon del conventillo hoy vienen de ricachones a adueñarse de la identidad popular. Macri siempre serás un GATO.
La intensidad emocional que maneja la actriz en escena es notable. Dice: “Tengo que aprender a distinguir lo triste de lo violento”. Los niños y los animales aparecen como vías de escape de los conflictos armados, como símbolos de inocencia o supervivencia. Cuando se menciona un perro en medio de una guerra, el relato se vuelve sensible. La actriz comenta: “Mi psicólogo me dice que me escapo del deterioro”. Estar por fuera de la línea de fuego resulta imposible, ni siquiera las monjas que logran guarecerla. “No tengo miedo de tener miedo”, dice. Cada acusación que pronuncia tiene el tono de quien se siente inculpada.
Los “gringos” le entregan un galardón de nombre impronunciable. El éxito profesional llega por una fotografía, pero la pregunta se mantiene: ¿Cuál es la imagen adecuada para una guerra, para una bomba atómica? Es una duda que también aparece en Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais: cómo representar lo irrepresentable.

Hay fragmentación, repetición, desplazamiento temporal. Esto la vincula con ciertas técnicas narrativas que los humanos usamos para contar un trauma. El final en la playa —en la orilla— puede remitir a Side o a Connor, pero es Celeste Carballo quien se pregunta cuál es “la canción diferente”. Quizás sea una forma de preguntarnos, como argentinos, por qué nos cuesta entonar una canción comunitaria. Por qué los mismos “muchachos que no se van a olvidar” son los que permiten que tengamos un presidente que no pierde oportunidad de sacarse fotos con las banderas de la OTAN o de Israel mientras se comete una masacre.
La obra está hecha con pertinencia política. En un momento histórico en que los conflictos armados, los desplazamientos de personas y las crisis humanitarias están tan presentes, la obra resuena. Resuena entre las piedras del Teatro Verdi también.
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